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Actualizado: 8 de julio de 2025


Nació Barbarita Arnaiz en la calle de Postas, esquina al callejón de San Cristóbal, en uno de aquellos oprimidos edificios que parecen estuches o casas de muñecas. Los techos se cogían con la mano; las escaleras había que subirlas con el credo en la boca, y las habitaciones parecían destinadas a la premeditación de algún crimen. Había moradas de estas, a las cuales se entraba por la cocina.

Sobre la mesa había unos guantes, varios libros, dos retratos en bonitos marcos, uno de ellos del gordo Arnaiz, una papelera, juego de de finísima porcelana, una cajita de marfil y otros objetos muy lindos. «Aquel guante dijo Moreno , que monta sobre la papelera, parece exactamente un lebrel que corre tras la caza... ¡Qué silencio tan solemne hay ahora!

El gordo y D. Baldomero tratáronse siempre como hermanos en la vida social y como compañeros queridísimos en la comercial, salvo alguna discusión demasiado agria sobre temas arancelarios, porque Arnaiz había hecho la gracia de leer a Bastiat y concurría a los meetings de la Bolsa, no precisamente para oír y callar, sino para echar discursos que casi siempre acababan en sofocante tos.

«¡Ah!, , el entierro del pobre Arnaiz... Dime una cosa, ¿me guardas rencor?». La mirada se volvió húmeda. ¿Yo?... ninguno. ¿A pesar de lo mal que me porté contigo?... Ya te lo perdoné. ¿Cuándo? ¡Cuándo! ¡Qué gracia! Pues el mismo día. Hace tiempo, nena negra, que me estoy acordando mucho de ti dijo Santa Cruz con cariño que no parecía fingido, clavándole una mano en un muslo.

La mujer de don Baldomero I y la del difunto Arnaiz eran primas segundas, floridas ramas de aquel nudoso tronco, de aquel albardero de la calle de Toledo, cuya historia sabía tan bien el gordo Arnaiz.

La estrechez relativa en que vivía la numerosa familia de Arnaiz, no le permitía variar sus galas; pero sabía triunfar del amaneramiento con el arte, y cualquier perifollo anunciaba en ella una mujer que, si lo quería, estaba llamada a ser elegantísima. Luego veremos.

Porque hay que tener en cuenta que el Delfín, por su fortuna, por sus prendas, por su talento, era considerado como un ser bajado del cielo. Gumersindo Arnaiz no sabía lo que le pasaba; lo estaba viendo y aún le parecía mentira; y siendo el amartelamiento de los novios bastante empalagoso, a él le parecía que todavía se quedaban cortos y que debían entortolarse mucho más.

Las niñas con quienes la de Arnaiz hacía mejores migas, eran dos de su misma edad y vecinas de aquellos barrios, la una de la familia de Moreno, del dueño de la droguería de la calle de Carretas, la otra de Muñoz, el comerciante de hierros de la calle de Tintoreros.

La historia que Estupiñá sabía estaba escrita en los balcones. La biografía mercantil de este hombre es tan curiosa como sencilla. Era muy joven cuando entró de hortera en casa de Arnaiz, y allí sirvió muchos años, siempre bien quisto del principal por su honradez acrisolada y el grandísimo interés con que miraba todo lo concerniente al establecimiento.

Muchas veces había visto la hija de Arnaiz al chico de Santa Cruz; pero nunca le pasó por las mientes que sería su marido, porque el tal, no sólo no le había dicho nunca media palabra de amores, sino que ni siquiera la miraba como miran los que pretenden ser mirados.

Palabra del Dia

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