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Las aceptó por buenas, rió, lo echó á broma y pidió que no se hablase más del asunto. Pero en su pecho ardía la cólera y no esperaba más que un pequeño agujero para salir rugiente y abrasadora. Soledad y María-Manuela se habían sentado de nuevo bajo la parra, que formaba en verano fresco y deleitoso túnel.

Ni con aquel fantástico manejo se calentaban los malditos. Eran dos pedazos de hielo. En cambio, lo restante de don Roque ardía, se abrasaba. Sobre todo la cabeza alcanzaba una temperatura pasmosa, que iba cada vez en aumento. Cuando se llevó la mano a la frente creyó advertir que brotaba una llama azulada.

El horror le hizo pensar en su propio destino. ¿Adónde le llevaba aquel teniente?... En la plaza vió la casa municipal que ardía; la iglesia no era mas que un cascarón de piedra erizado de lenguas de fuego. Las casas de los vecinos acomodados tenían las puertas y ventanas rotas á hachazos. En su interior se agitaban los soldados, siguiendo un metódico vaivén.

A compás del montaje del solitario, Kassim recibió sobre su espalda trabajadora cuanto ardía de rencor y cocotaje frustrado en su mujer. Diez veces por día interrumpía a su marido para ir con el brillante ante el espejo. Después se lo probaba con diferentes vestidos. Si quieres hacerlo después... se atrevió Kassim. Es un trabajo urgente. Esperó respuesta en vano; su mujer abría el balcón.

El espíritu derramado ardía sobre la alfombra con vagorosa llama. Cándida se ocupaba con presteza en apagarlo, pisándolo, para lo cual tuvo que alzarse las faldas hasta muy cerca de la rodilla.

Reyes y le frotó las orejas con ambas manos como para entrar en calor. Fingimiento inverosímil, pues estaba la atmósfera que ardía, según el otro. ¿Qué hay, perillán? ¿A qué viene usted aquí? ¿A robarme tiempo, eh? Pues me lo pagará usted en dinero, porque el tiempo es oro. Y se reía D. Benito, encantado con su propia gracia. Sr. García, quisiera hablar con usted dos palabras....

« ardía aquello, pero sin faltar a las reglas del buen tono vetustense», decía el Marqués al Barón, que estaba ya como un tomate y cada vez más cerca de la jamona. La Marquesa tenía sueño, pero así y todo le gustaba la broma. Así debiera ser siempre le decía a Saturnino que estaba decidido a emborracharse para no desentonar. Este poblachón se va poniendo lo más soso. ¿Verdad, pollo?

Tengo un recuerdo confuso de una noche en que bebí demasiado, en que me escité demasiado, en que ardía mi cabeza, en que me parecía sentir dentro de ella un vacío doloroso. Recuerdo que entonces tenía yo veinte y cuatro años; que era desgraciado, porque la vida era para monótona, porque me había hastiado de todo.

Hacía un calor espantoso; el cielo ardía implacable, sin una nube, como una cúpula roja; no se movía ni una brizna de viento; las velas, desinfladas, caían a lo largo de los palos; el mar, como un cristal fundido, reverberaba una claridad tan cruel que le dejaba a uno como ciego. En la cubierta, la brea se derretía; los pies se nos quedaban pegados; hacía un vaho de calor imposible de resistir.

Al lado del Imám ardia un cirio que pesaba de cincuenta á sesenta libras: lucía noche y dia en el mes de Ramadhan, y estaban en él tan perfectamente combinadas las cantidades de cera y pábilo, que se consumia por completo en la última noche del citado mes.