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Actualizado: 26 de octubre de 2025
Los aparadores y mesitas de servir estarán cubiertos con mantelillos blancos, lo mismo que el trinchero, procurando que todo cuanto pueda necesitarse se encuentre allí.
La perseguía lanzando gruñidos y risotadas; abrazábala aquí, soltábala allá, recibiendo en sus carrillos, ásperos y duros como la piel de un elefante, las bofetadas de la doméstica, sin manifestar sentirlas. Crujían los muebles, retemblaba el piso, campanilleaba la vajilla de los aparadores. Y él sin cejar. Cada vez más falso y zalamerón.
La piqueta abrió cimientos, el martillo golpeó la piedra, la paleta mezcló argamasas y ... las antiguas costumbres representadas por la clásica chaqueta blanca y el ligero sombrero de Burias, temblaron en los modestos aparadores de sus tradiciones y de su dilatada historia.
Eran las posadas con sus inocentes placeres y con su devoción mundana y bulliciosa; era la cena de Navidad con sus manjares tradicionales y con sus sabrosas golosinas; era México, en fin, con su gente cantadora y entusiasmada, que hormiguea esa noche en las calles corriendo gallo; con su Plaza de Armas llena de puestos de dulces; con sus portales resplandecientes; con sus dulcerías francesas, que muestran en los aparadores iluminados con gas un mundo de juguetes y de confituras preciosas; eran los suntuosos palacios derramando por sus ventanas torrentes de luz y de armonía.
El comedor era interior, con tres ventanas al patio, su gran mesa y aparadores de nogal llenos de finísima loza de China, la consabida sillería de cuero claveteado, y en las paredes papel imitando roble, listones claveteados también, y los bodegones al óleo, no malos, con la invariable raja de sandía, el conejo muerto y unas ruedas de merluza que de tan bien pintadas parecía que olían mal.
Los marcos y demás ornamentación, aljabas, palomitas, lazos y flores, todo de madera charolada o más bien esmaltada de blanco con filetes azules. En los ricos aparadores del comedor y en sus armarios de roble esculpido, había mucha plata labrada, y en las paredes se veía suspendida multitud de platos de diversas épocas y procedencias, muestras escogidas del arte cerámica.
Todo en buen orden, nada roto: paredes, cortinajes y muebles seguían intactos. Pero al mirar al interior de los aparadores monumentales experimentó otra vez una sensación dolorosa. Por todas partes la obscuridad del roble. Habían desaparecido dos vajillas de plata y otra de porcelana antigua, sin dejar como rastro la más insignificante de sus piezas.
Sobre la mesa ardía una lámpara de bronce colgada del techo. Los aparadores casi tocaban en él y eran también de roble tallado; las sillas de roble igualmente; todo de roble. Esta madera dura, maciza y adusta, parecía el símbolo de aquella respetable familia.
Los aparadores estaban casi vacíos. La antigua loza, al romperse, había sido reemplazada por unos cuantos platos y jarros de grosera fabricación. Dos ventanas abiertas en el fondo encuadraban pedazos de mar de inquieto azul, palpitante bajo el fuego del sol. En sus rectángulos balanceábanse pausadamente las ramas de unas palmeras.
Se coloca la vajilla en los aparadores, se cuelgan lámparas, se descuelgan las sillas y sofás, que de ordinario las tiene suspendidas en el techo, se clasifican, como Dios les da á entender vinos y conservas, y se pone á pública exhibición la saya que ha de lucir la capitana en la misa nang varas, y la que ha de ostentar en el primer rigodón oficial de la fiesta de la aniyaya nang bayan.
Palabra del Dia
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