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Pero, al acercarse a una puerta, su oído comenzó a escuchar un acompañamiento de rabel y una voz juvenil y melodiosa. Despegó azoradamente los labios. ¡Su hija! De estancia en estancia fuese acercando a la alcoba. La puerta mal cerrada dejaba una abertura, pero don Alonso no pudo ver sino a la dueña que, sentada sobre un almohadón, seguía el compás con la cabeza, entrecerrando los ojos.

Descanse usted dijo con dulcísima voz Artegui, hablando blandamente, como se habla a los niños . Apoye usted la cabeza en el almohadón... ¿Quiere usted ..., alguna cosa? ¿Se siente usted mejor? No, descansar, descansar. Así... así... Lucía cerró los ojos, y recostándose en el diván, calló. Artegui la miraba ansioso, dilatadas las pupilas, y estremecido aún de sorpresa y de asombro.

Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y el rumor ahogado de los eternos pasos de Jordán. Murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato extrañada el almohadón. Señor llamó a Jordán en voz baja.

¡Mira, mira qué cortinas! Siéntate en esa butaca, y yo a tus pies, en ese almohadón como un perrito; luego nos iremos a tu casa. Salimos acaloraos y nos da un aire... Otra cosa mejor; ven a esa silla que parece un ocho, y te doy ocho mil besos. No, chico: los besos son como las aceitunas: que abren el apetito, y tenemos que largarnos pronto.

Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca su trompa, mejor dicho a las sientes de aquella, chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria del almohadón había impedido sin duda su desarrollo, pero desde que la joven no pudo moverse, la succión fué vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había vaciado a Alicia.

En el almohadón hay manchas que parecen de sangre. Jordán se acercó rápidamente y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchas de sangre. Parecen picaduras murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación. Levántelo a la luz le dijo Jordán.

Acuérdate de la pobre sensitiva; ayer quise contemplarla y la encontré marchita, muerta. Haré lo que quieras, Magdalena. Siéntate y deja que me siente en este almohadón, a tus pies. Si mi amor te conmueve demasiado te hablaré como un hermano. ¡Gracias, Dios mío!

Había en toda la casa un silencio de muerte. Sacándose el anillo de Muñoz, sin saber por qué, se volvió a la sirvienta y le pidió en voz baja que lo guardara. Parándose en el umbral, suspensa, lo primero que vio fue la cara de Laura hundida en el blanco almohadón. Sentado a la cabecera de la cama, Julio tenía una mano de la enferma entre las suyas.