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CHUPIN. ¡...! Cuando me fuí de aquí, cogí a dos compañeros míos, el tabernero de la esquina y un chauffeur de taxi, y los tres nos hemos ido a reconocerte a la alcaldía del décimo distrito. ¡Aquí tienes la copia de tu partida de nacimiento...! ¡Está en regla...! ¡Ahora debes respetarme...!

Desde fuera, con su tejado de pizarra y el pabellón francés ondeando encima, podía tomársele por una alcaldía rural. Conozco al intérprete; entremos a fumar con él un cigarrillo. ¡Pitillo tras pitillo concluiré por matar este domingo sin sol! Numerosos árabes andrajosos ocupan el patio que precede a la oficina.

El señor Tournemine, muy felicitado por el precioso discurso que había pronunciado el día anterior en la alcaldía, acababa de llevar á su mujer, y faltaban los Chevalier, primos de Clementina por parte de madre, los Bobart y los Truchelet, cuyo jefe, Eduardo Truchelet, miembro del Instituto, es el gran profeta de las variaciones atmosféricas.

¡ bañado en el rocío de los placeres, y tu amigo cubierto de polvo y sudor en la frontera! ¡ vencido por una mujer, y tu amigo triunfando de los castellanos! Cuando me arranqué de tu lado para la alcaldía de Zahara , me prometiste venirte a antes de la luna de Zefar , y dos meses han volado sin verte.

Cambiaron un frío saludo y en seguida se dirigieron separadamente hacia la alcaldía: Simón en medio de todos sus amigos y teniéndose que contentar Francisco con la compañía del alcalde que acababa de separarse de los demás para recibir oficialmente al representante de la Administración pública.

Pálido, los labios contraídos, los ojos cerrados, el desconocido permanecía inerte y la señorita Guichard tuvo miedo. ¡Oh! Oh! ¿Acaso será esto más serio de lo que había pensado? Será preciso llevarle á la alcaldía. ¡Oh, tía mía!, suplicó Herminia; ¿dónde puede estar mejor cuidado que en nuestra casa? ¡Es verdad!, contestó con convicción la señorita Guichard.

En la sala de la alcaldía, desnuda y de paredes blanqueadas, sentado a la derecha del alcalde el inspector general presenció la entrada de los individuos del sindicato. Fueron llegando en fila, llevando unos la blusa nueva que les caía en pliegues rígidos sobre el pantalón de lana, y luciendo otros sus trajes del domingo ya pasados de moda.

En la plaza de la Alcaldía, tomando el sol, un asno, y en la fuente de la iglesia una bandada de palomas, pero ni un alma a quien preguntar por el convento de las huérfanas.

Cerca de San José vio la bandera española flotando sobre el tejado de la alcaldía, y llegaron a sus oídos los golpes secos del parche del tamboril, el bucólico gorjeo de la flauta y el repiqueteo de las castañolas. El baile era frente a la iglesia. La gente joven formaba grupos, de pie, cerca de los músicos, que ocupaban silletas bajas.

La buena mujer, muy conmovida, se aleja sin poder responder. El gran salón se halla casi desierto. El señor Aubry va a levantar la sesión, cuando el ujier llama con voz sonora: ¡Juan Durand! Estas dos palabras, que hace tanto tiempo resonaron en el vasto salón de la alcaldía de la plaza de San Sulpicio, ¿por qué prodigio, su sonoridad llena aún los oídos de Juan?