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De vez en cuando algún admirador salía al balcón ofreciendo el jarro á su poeta, y éste, después de largo trago, acometía con nueva fuerza sus canturrias. A media tarde, cuando gran parte de la plaza estaba en la sombra, corrió á ella la gente, oyendo el silbido del chistu, que hacía locas escalas, acompañado por el monótono baqueteo del tamboril. Los versolaris se ocultaron.

Los versolaris, cada vez más ebrios, espoleados por el gran suceso, improvisaban á rienda suelta, cantando el triunfo de los de la tierra, con alusiones á los ricos de las minas, que provocaban el regocijo de los aldeanos. Iban alejándose en sus carreras las familias de los caseros.

Eran los versolaris, los trovadores éuscaros que se mostraban en todas las fiestas. La poesía florecía en las tabernas con el bullicio de la embriaguez. Eran rudos campesinos que no sabían leer, pero que mostraban cierto ingenio y una gran facilidad de improvisación. Sus versos sólo tenían de tales las rimas, con una completa ausencia de sentimiento poético.

Más de una hora llevaban los versolaris lanzándose razonamientos de balcón á balcón. Ahora eran cuatro los contendientes y la muchedumbre volvía sus cabezas á un lado ó á otro, según el sitio de donde partía la voz.

Estos vagabundos se mantenían de sus versos, y en plena vida rural, llevaban la existencia independiente de fiera miseria y alegre parasitismo de los artistas de la bohemia en las grandes ciudades. Aresti admiraba la sencilla fe de aquel pueblo niño que reía las gracias de los versolaris y admiraba sus chistes inocentes, incapaces de producir la más leve impresión en un hombre de la ciudad.

En esta sana alegría encontraba el médico la gravedad del hombre del campo, su alma sobria á la que basta la más insignificante broma para alegrarse. Eran espíritus nuevos, eternamente infantiles que al ponerse en movimiento divertíanse con cualquier cosa. Sabían que los versolaris eran graciosos por tradición y esto bastaba para que todos rieran aun antes de comprender sus palabras.