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La riqueza y el buen gusto parecen haber reunido allí todos los primores del lujo moderno. Sentado junto a un veladorcito, donde aún se ven el servicio de , todo de plata, dos barajas francesas y un sortijero lleno de horquillas y pulseras, hay un hombre joven, de arrogante figura, que está haciendo números con un lápiz en una cuartilla de papel.

No le importaba que le costase caro el viaje a Citerea; pero sentía repugnancia invencible a pagarlo al contado, como si besos y caricias fuesen guantes y corbatas: gustábale, por el contrario, dejar espacio entre el placer y la remuneración para poetizar y envolver en voluntarias ilusiones lo prosaico de la realidad, prefiriendo gastarse muchos centenares en un regalo a dejar unos pocos sobre una mesa de noche o dentro de un sortijero.

Limitose, con respecto a sumando, a llamarle torpe y hablador, indicando ligeramente la idea de un desagravio, tanto menos doloroso, cuanto que Aldea no había recogido públicamente la ofensa; pero luego, a solas, con el ceño adusto y la mirada triste, abría a su mortificación libre salida, dando desahogo a su pena; arrojaba con desprecio sus alhajas en el sortijero: al no hallar lo que buscaba, cerraba con fuerza los cajoncitos de sus mueblecillos maqueados; recogía como con ira el abanico escurrido hasta la alfombra desde su falda de seda, y, al verlo en sus manos, metía distraídamente los dedos entre las varillas, o desgarraba el país con las sonrosadas uñas.

En un veladorcito puso un sortijero con alfileres, horquillas, agujas, imperdibles y un gran frasco de agua de Colonia sin destapar, con su caperuza de pergamino y sus cordones de colores. Pero, de allí a poco, pensándolo mejor, e imaginando que aquello, además de estar en contradicción con su carta, denotaba práctica de libertino a sangre fría, solamente dejó el perfume y las flores.