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Oirían la primera misa en la capilla de los Desamparados, porque a doña Manuela, como buena valenciana, le parecía que ninguna misa del resto del año valía tanto como aquélla y después tomarían chocolate en un huerto de fresas, bajo un toldo de plantas trepadoras, recreándose el olfato con el olor de los campos de flores y el humillo del espeso soconusco.

Así pasaban la noche, devorando dulces, arrojándolos contra las paredes, sorbiéndose por docenas las tazas de chocolate, hasta que al amanecer se iban a dormir, ahítos de azúcar y soconusco. Todos los gitanos bailaban con la desposada, calándose su floreado morrión.

Y dice también... prosiguió la santa señora, en un arranque de indiscreta sencillez, dice... que.... Comprendí la inconveniencia de mi tía, y la interrumpí. Tía, ¿qué tal, está bueno el soconusco? Pero ella no me oyó, o no quiso oírme. Dice que si ya.... ¡Tía! exclamé sin poderme contener. ¡Eso no debe decirse! ¡Adiós! ¿Y por qué no? Porque no. Angelina, turbada, nos veía con penosa curiosidad.

El tirano sentía aguzarse de nuevo su apetito con el fresco del alba, y aceptaba del director o de cualquier compañero en fondos una taza de soconusco con media docena de «bolas». Iban a la chocolatería de la calle de Jacometrezo, sentándose junto a las paredes de azulejos fríos, ante unas vidrieras abiertas de intento para que reventasen de pulmonía todos los golfos que esperaban la mañana en torno de las primeras mesas.