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Seria y solícita, la novia atendía y servía a todo el mundo; dos o tres veces su pulso desasentado le hizo verter el Pajarete que escanciaba al buen don Nemesio, colocado en sitio preferente, a su derecha. El novio entretanto conversaba con los hombres, y, al alzarse de la mesa, repartió excelentes cigarros de que tenía rellena la petaca.

Enterose la dama minuciosamente de cómo había pasado la noche, de quiénes se quedaron a velarla, de lo que había dicho el médico en la visita de la mañana. A todo contestó Severiana: el doctor había mandado que se le diera doble dosis de la nuez cómica, seguir con las cucharadas por la noche, las papeletitas por el día, y a sus horas el Jerez o Pajarete.

El licor brillaba con reflejos de topacio engastado en oro. «¡Cómo lo miras, bribona! pensó la escéptica y observadora doña Lupe . Esa es la Eucaristía que a ti te gusta, el Pajarete...». Y viéndoselo tomar, decía la muy picarona: «Eso, saboréate bien, y relámete. No lo hacías así cuando recibías a Dios...».

El tinto de Rota, el Jerez y el Pajarete centelleaban en preciosos frascos de cristal cuyas mil facetas reflejaban una luz cambiante y coloreada como los matices del prisma, mientras que los racimos de Sanlúcar, de granos violados y aterciopelados, las brevas de Medina, las granadas de Sevilla, que el sol había abierto, y las naranjas de Málaga, se elevaban en elegantes pirámides en las cestas tejidas con un ligero hilo encarnado, tal como se ven en Esmirna; el mantel, resplandeciente de blancura, estaba atravesado, según la moda oriental, por brillantes dibujos de oro y de seda.