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Sonó la campanilla, dio el mozo la voz a los viajeros, se oyó el estrépito de las portezuelas al cerrarse, y nuestro catalán no parecía. D. Nemesio experimentó viva inquietud. ¡Caramba, cómo se descuida el señor de Puig! Pasó un momento: todos los viajeros estaban ya en sus coches. ¡Caramba, caramba, ese hombre va a perder el tren!

Cuando sonó el pito del jefe y la máquina contestó con un formidable resoplido, D. Nemesio, presa de indescriptible ansiedad, asomó su calva venerable por la ventanilla gritando: ¡Puig! ¡Puig!... Mozo, mire usted si en el retrete hay un caballero catalán... El mozo se encogió de hombros con indiferencia.

, señor; que curan casi todas las enfermedades repuso D. Nemesio algo incomodado; pero obran mucho mejor ayudados por otras medicinas. Gracias a sus preguntas supe pronto que el catalán era juez electo de primera instancia en un pueblo de la provincia de Córdoba y que iba a Sevilla a presentarse al presidente de la Audiencia. Se llamaba Jerónimo Puig.

Cuando paró el tren, nuestra víctima se apresuró a salir sin despedirse, dio un gran golpe a la portezuela y no volvimos a verle más. Conozco a la hermana San Sulpicio. El ómnibus saltaba por encima de las piedras sacudiéndonos en todos sentidos, haciéndonos a veces tocar con la cabeza en el techo; yo llegué a besar, en más de una ocasión, con las narices el rostro mofletudo de D. Nemesio.

D. Nemesio, fatigado al cabo de tanto hablar, comenzó a dar cabezadas, pero sin decidirse a tumbarse, como si quisiera mantenerse siempre alerta para coger el hilo del discurso en cuanto el sueño le dejase un momento de respiro. Paró el tren. «Argamasilla, cinco minutos de parada» gritó una voz.

D. Nemesio se alzó del asiento restregándose los ojos, y apenas lo hizo soltó el chorro de nuevo, haciéndome sabedor de los lances curiosos que le habían pasado en los diferentes viajes que había corrido por aquella línea.

¿Sabe usted que entra un fresquecito regular? dijo D. Nemesio despertándose. ¿Quiere usted que levante el cristal? Si usted no tiene inconveniente... Ninguno repuse, apresurándome a hacerlo. Estaba mirando al pueblo de Argamasilla, donde se dice que Cervantes fue preso y colocó la patria de su héroe.

D. Nemesio miraba con ojos enternecidos aquellas prendas. Se ha quedado el pobre señor con gorra y zapatillas, sin abrigo alguno, sin maleta... Se me ocurre una cosa. En la primera estación dejamos estos efectos al jefe y le telegrafiamos, ¿no le parece a usted? Encontré razonable la proposición, y como lo pensamos lo hicimos tan pronto como el tren se detuvo un instante.

Sacó D. Nemesio una maquinita con espíritu de vino y se puso a hacer chocolate, que tomamos con increíble apetito y alegría. Pasaron volando cuatro o cinco estaciones más. Llegamos a Andújar. ¡Hola, señores! ¿Cómo se va? dijo una voz, y al mismo tiempo asomó por la ventanilla el rostro cetrino del catalán, esta vez risueño y desencogido, mirándonos con ojos benévolos.

Mientras tanto D. Nemesio permanecía en su celda, entregado, quizá, a severas penitencias, por el pecado de haber ocasionado tan cruel disgusto a nuestro compañero de viaje. Porque fue él quien tuvo la culpa de dejar al jefe de Jabalquinto el sombrero y las botas del juez catalán. Les juro a ustedes que yo solo nunca me hubiera atrevido.