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Vió Miguel cómo se iba extendiendo una ola de gente al pie de las palmeras japonesas, junto al monumento de Massenet. Acababan de llegar varios tranvías de Niza. Todos los viajeros corrían, deseando penetrar cuanto antes en el abigarrado palacio, como si la fortuna les aguardase en los salones y pudiera huir de un momento á otro, cansada de esperar. Miró el reloj que coronaba la fachada. Las diez.

Labrados en mármol, Berlioz y Massenet saludan vagamente con sus ojos sin pupila á las muchedumbres cosmopolitas que van llegando á la casa de juego. «Son croupiers honorarios», decía Castro.

Rafael contemplaba como un bobo la firma del viejo Verdi y la de Boito; venían después los jóvenes maestros de la nueva escuela italiana, ruidosa y triunfante, con el estrépito de la belleza puesta al alcance del vulgo; los franceses Massenet y Saint Saëns saludaban a la feliz intérprete del primero de los músicos; los grandes libretistas italianos dedicaban a la artista versos que deletreaba Rafael, percibiendo su suave perfume, a pesar de que apenas conocía el idioma; había un soneto de Illica que le hacía llorar; y luego venían los ininteligibles para él, unos cuantos renglones de Hans Keller, el gran director de orquesta, el discípulo y confidente de Wagner, su testamentario artístico, encargado de velar por la gloria del maestro, aquel Hans Keller de que hablaba Leonora a cada instante, con cariño de mujer y admiración de artista, sin perjuicio de añadir a continuación que era un bárbaro.

«Massenet, lo acepto pensó Miguel . Fué feliz, tuvo dinero, conoció la gloria en vida. ¡Pero Berlioz, que pasó sus años luchando con la propia pobreza y el desvío del público, haciendo guardia después de muerto á los millones del Casino!...» Luego miró más cerca, fijándose en la plaza que se abre ante el edificio. Un jardín redondo ocupa su centro.