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¿Qué era lo que cantabas en el Zuc de los benimerines? le dijo el Sultán. Y el loco, siempre con su oreja entre sus manos, y comenzando a bailar con el mayor desenfado, cantó: A la Sultana nadie la cura, si no es el rey de la locura.

En otros tiempos remotos, dolor de la gente mora, que de Granada recuerda la prepotencia y la gloria, aquella casa, hoy hundida, alcázar fué y noble joya de bravos Benimerines, noble linaje que goza por sus preclaras hazañas alto renombre en la historia.

Así vencimos, sin distinción de moros y cristianos, en Roncesvalles a las aguerridas huestes del emperador Carlo Magno; en no pocos puntos de nuestro litoral, a los terribles piratas normandos, idólatras y feroces; y en cien reñidas y sangrientas batallas, como las Navas de Tolosa y el Salado, a todo el poder fanático de Africa; a la ingente muchedumbre de almorávides, almohades y benimerines, que se volcó sobre España en sucesivas y devastadoras invasiones.

Las cosas en tal punto, veo que aparece en la estancia Abu-el-Casín, capitán de la guardia africana, y prosternándose diez veces ante el Sultán, y tocando otras tantas la tierra con su frente, dijo: Príncipe de los creyentes, un loco que días ha vaga cantando y danzando por la ciudad, habrá una hora que en medio del estupor que ha causado la nueva de la catástrofe de la Sultana y del alboroto que ha movido el descubrimiento de su enfermedad, púsose de nuevo a bailar en el Zuc de los benimerines y en voz clara cantaba: A la Sultana nadie la cura, si no es el rey de la locura.