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Desnoyers sonrió levemente. ¿A qué iba á estar pronto su ilustre amigo? ¿De qué podía servir, simple mirón como él, y emocionado indudablemente por lo nuevo del espectáculo?... Sonaron á sus espaldas un sinnúmero de timbres: vibraciones que llamaban, vibraciones que respondían. Los tubos acústicos parecían hincharse con el galope de las palabras.

La habitación, con sus tubos acústicos y sus vibraciones de teléfonos, era semejante al puente de un navío en el momento del zafarrancho. ¡El estrépito que iba á producirse!... Transcurrieron algunos segundos, que fueron larguísimos... De pronto, un trueno lejano que parecía venir de las nubes. Desnoyers ya no sintió la vibración nerviosa junto á su pierna.

Ni podía ser de otra suerte. ¿Qué de comentarios no harían aquellos señores después que él saliese por la puerta? ¿Cuántos chistes no se le ocurrirían al cura acerca de su persona? Se le ponían los pelos de punta de pensar en ello. La idea, pues, de marcharse era de todo punto inadmisible. Más valía seguir haciendo experimentos acústicos con la copa de cristal.

Había cumplido los cincuenta y ocho años y apenas hacía dos que mi tía había muerto. ¡Mi tía! ¡Ah, el corazón se me parte de pena al recordarla!... Una señora feroz, hija de un mayor de caballería que había servido con Rauch, que había heredado el carácter militar del padre, su fealdad proverbial, un gesto de tigra, y una voz que, cuando resonaba en el histórico comedor de su casa, hacía estremecer a mi tío, y el temblor de la víctima transmitía el fluido pavoroso a los platos y a las copas que se estremecían a su turno dentro de los aparadores al recibir en sus cuerpos frágiles y acústicos el choque de la descarga de terror conyugal.