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Y ahora, viéndola enflaquecida, con las facciones desencajadas, más fea y mísera aún que el día en que salió de las Cambroneras, tenía que hacer un esfuerzo para reconocerla. Creyó ver a una amiga de Feli, a una buena compañera que le recordaba a la otra, a la de los días felices, que ¡ay! no volverían nunca.

Tal es el sueño del alma humana. ¿De qué ha de estar hablando toda la ciudad, sino de Sol del Valle? De ella, porque hablan de la fiesta de anoche: de ella, porque la fiesta alcanzó inesperadamente, a influjo de aquella niña ayer desconocida, una elevación y entusiasmo que ni los mismos que contribuyeron a ello volverían a alcanzar jamás.

Muchachas de diversa nacionalidad, que no se habían visto nunca y tal vez no volverían a verse al salir del buque agrupándose atraídas por la simpatía que les inspiraba el género de belleza de la nueva amiga o la distinción de sus vestidos. Empezaban hablando en varios idiomas, para expresarse al fin en castellano.

Llegóse el fin de la Camacha, y estando en la última hora de su vida llamó a tu madre y le dijo que no tuviese pena: que ellos volverían a su ser cuando menos lo pensasen.

Todas las gentes del buque, que en las semanas anteriores temían la llegada del malhumorado capitán, sonrieron ahora, como si viesen la salida del sol después de una tormenta. Distribuyó buenas palabras y palmadas afectuosas. El trabajo de recomposición iba á terminarse al día siguiente... ¡Muy bien! Estaba contento. Pronto volverían á navegar.

Mejoróseles el partido á estos dos ricos hombres, porque su vando menos poderoso, siempre temia al de Rocafort, y con la venida del infante parece que todo se habia de sosegar, y las cosas, fuera de sus lugares por la violencia de uno, volverían al suyo, y serian todos estimados según sus merecimientos, y calidades.

Leto, que ya había soñado con verlas honradas allí, se llamó a engaño y declaró a Nieves que no volverían al cartapacio de la botica aquellos insignificantes borrones, puesto que le gustaban a ella; y Nieves, sin andarse en ociosos disimulos, porque conocía la sinceridad de la oferta, la aceptó de plano con gran regocijo, aunque no tanto como el que produjo en don Adrián el galante rasgo de Leto.

Uno se despidió de sus amigos; ya no le volverían a ver en algún tiempo: al día siguiente iba a Madrid a presentarse en la Cárcel Modelo, para pasar en ella los ocho meses a que le habían sentenciado. Y todos, olvidando de pronto la caza, hablaban de la proximidad de la buena época, de la primavera, en la que se abrirían los tejares, ofreciéndoles un jornal en la corta de ladrillos.

Seguramente eran las seis y media. ¡Adiós!, ¡adiós! ¡Cuándo volverían a oírle!... Luego pasó un tropel de chicuelos voceando los periódicos de la tarde, con la reseña de la corrida de toros. Un piano de manubrio rompió a tocar, en medio de la calle, un vals de opereta vienesa, con apresurado tecleo y acompañamiento de timbres.

Gran confusión. Levantóse el padre, con los puños cerrados, se interpuso Pablo Aquiles, muy pálido, y Casilda, llorando; pero Gregoria, ya sin freno, se desbocó, vociferando que cansada de aquella vida, se marchaba lejos y no la volverían a ver más, nunca, nunca.