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Actualizado: 21 de octubre de 2025


La guirnalda de flores con que debe adornarse la frente, lleva por debajo una corona de espinas; sus guantes de olor están embebidos en un cáustico que desuella las manos. Por fin, acosada de amenazas y violencias, declara su voto irrevocable de virginidad y su secreto desposorio con Jesucristo.

La virginidad de la carne era tan importante como el amor; y cuando se perdía, aunque fuese por un azar, sin voluntad alguna, había que resignarse, doblar la cabeza, decir adiós a la dicha y seguir el camino de la vida, sola y triste, mientras el amante infeliz se alejaba por otro lado buscando una nueva urna de amor cerrada e intacta. Para María de la Luz el mal era irremediable.

Debía mostrarse cruel, fingir despego, hacerle sufrir como una moza casquivana, antes que decirle la verdad. Imperaba en ella esa preocupación de la hembra vulgar que confunde el amor con la virginidad física. Una mujer sólo podía ser esposa del hombre al que llevase como tributo de sumisión, la integridad de su cuerpo. Ella debía ser como su madre, como todas las buenas mujeres que conocía.

La naturaleza, al embriagarla abatiendo su resistencia, parecía crear una virginidad extraña en aquel cuerpo fatigado por el placer. ¡Dios mío! ¿qué es esto?... ¿Qué me pasa? Debe ser el amor; un amor nuevo que no conocía... Rafael... ¡Rafael mío!

Ese tipo lo encontró en su propia familia. Damo, su hija, llegó a ser su discípulo más ardiente; y la consagró a los dioses por un voto de virginidad perpetua, le confió todos los secretos de su psicología y se dice que le dejó sus escritos, haciéndole prometer que no los publicaría jamás.

Volvía a salir a luz el pañuelo, y todos lo miraban. ¡Las tres flores blancas! ¡La señal de la virginidad! Podía celebrarse la boda. Y al abrirse de nuevo la puerta y mostrar la vieja el pañuelo, entraba la genio en tropel, vociferando de alegría, saludando a la desposada con ruidosos aspavientos: ¡Viva lo bueno!... ¡Viva la honra! ¡Olé por el mérito! ¡Vamos a juntarlos!

Empezó el tiempo a educarle en la amarga escuela de la experiencia. Semejantes a estrellas que se extinguen, fueron nublándose sus esperanzas, y la fe fue perdiendo lentamente su virginidad, como la nieve del cielo pierde su blancura puesta en contacto con la tierra.

Después de decirse que en estas islas la virginidad es una deshonra, creemos que bien puede asegurarse lo de los nidos en los rabos de los carabaos; lo de los misteriosos embozados de la calle de San Jacinto; lo de la persecución del anay por fuerzas del ejército; lo de los rabos de las indias de la costa de Baler lo de los tigres de Mariveles, y lo otro y lo otro, incluso el asegurar que el indio es indefinido.

Lo que la generala decía estaba de acuerdo con el espíritu que domina en la literatura moderna, según el cual en la mujer, a más de la virginidad material, existe una como virginidad moral independiente de la primera: a menudo la que más amantes tiene es la que mejor guarda esta virginidad; en medio de la corrupción y los placeres, el corazón puede permanecer incólume y sano, y llegar a redimirse y sentir, cuando encuentra otro semejante, el encanto de los amores inocentes.

Un sentimiento que no puedo definir. Y así era. El dulce estertor de la naturaleza bajo el beso primaveral, aquel intenso perfume de la flor emblema de la virginidad, la transfiguraba.

Palabra del Dia

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