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Actualizado: 17 de noviembre de 2025
Los ventanales destacábanse sobre las negras masas con un tono blanquecino y lechoso. Manchas de luz se deslizaban lentamente por las pilastras, como fantasmas que descendiesen de las bóvedas; después arrastrábanse por el pavimento cual espectros rampantes, y otra vez volvían a remontarse por las pilastras, hasta perderse en lo alto.
Pero en las bóvedas, allí donde la catedral estaba al término de su gestación, o sea dos siglos después de comenzada la obra, los ventanales, con sus ojivas multicolores, muestran la magnificencia de un arte en su período culminante.
La puerta era de complicados herrajes; los ventanales tenían vidrieras con figuras de colores; sobre el muro gris estaban incrustados relieves de mármol y escudos antiguos. Golpeó inútilmente con un dragón de hierro que servía de aldaba. Al fin apareció en un sendero inmediato, entre dos muros, una mujer greñuda con un niño en brazos.
Los ventanales estaban rojos, esparciendo en la cálida lobreguez de la noche risas, gritos, suspiros de violines, romanzas amorosas que denunciaban un cuello femenil, blanco y voluptuoso, hinchado por el deseo y por la música. Las gotas de luz perdidas en el infinito cambiaban sus parpadeos con las estrellas eléctricas medio ocultas en los negros follajes.
Más allá, las calles tortuosas empezaban a empinarse hacia la cumbre, ocupada por la catedral y el castillo: pavimentos de piedra azul, por cuyo centro corrían en pendiente las inmundicias; fachadas de nítida blancura, marcando borrosamente bajo su enjalbegado escudos nobiliarios y la labor de antiguos ventanales; un silencio de cementerio a orillas del mar, interrumpido solamente por el lejano rumor de la resaca y el zumbido de las moscas amontonándose en el arroyo.
La luz de la tarde, filtrándose por los ventanales, extendía sobre el pavimento grandes manchas tornasoladas. Los sacerdotes, al pisar esta alfombra de luz, aparecían verdes o rojos, según el color de las vidrieras. En el coro cantaban los canónigos para ellos mismos en la triste soledad del templo.
Traspuso la puerta, cruzó un patio lleno de pilas de lingotes de hierro, y entró en una nave larga y anchurosa, iluminada por ventanales tras cuyos vidrios empañados se adivinaban muros ennegrecidos, montones de carbón, chisporroteo de fraguas, y altas chimeneas que en nubes muy densas lanzaban a borbotones el humo pesado y polvoriento de la hulla.
Casi en las puertas de Valencia, en el risueño pueblecito que desde la orilla del río miraba a la ciudad con los redondos ventanales de su agudo campanario, repetían aquellos bárbaros, con un rencor africano, la historia de luchas y violencias de las grandes familias italianas en la Edad Media.
El viejo caserón de los Febrer, con sus hermosos ventanales faltos de vidrios, sus salones llenos de tapices y sin alfombras, sus muebles venerables confundidos con los más ruines enseres, le parecía igual a un príncipe arruinado ostentando aún manto brillante y corona gloriosa, pero descalzo y sin ropa blanca.
Amén.» El clérigo lleva en las manos un enorme crucifijo; su sombra se extiende, deformada, por las anchas paredes blancas; arriba, en los altos ventanales, se apagan, imperceptibles, los últimos clarores del crepúsculo. Azorín ha salido de la iglesia. Creo que ha obrado prudentemente, dado que era ya un poco tarde. Y vea el lector cómo en los pueblos siempre es tarde.
Palabra del Dia
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