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Actualizado: 22 de junio de 2025
Amaury, compadecido de su amigo, estuvo tentado a correr tras él para detenerle y prodígarle consuelos; pero en aquel instante oyó las diez y se acordó de que a las once le esperaba Magdalena. 15 de mayo «Por lo menos no me separaré de mi hija; se quedarán a mi lado; yo iré a donde ellos vayan y viviré con ellos.
Parecía como que de adentro empujaba alguien a las gentes. Cuando una banda sonaba a distancia, como si estuviera yéndose, los muchachos, aun los más crecidos, corrían tras ella, con la cara angustiada, como si se les fuera la vida. Y los más pequeños, cruzando de un lado para otro, mirados desde los balcones, parecían los granos sueltos de un racimo de uvas.
Alejábanse y volvían a juntarse, con nuevos besos, como si Fuese él a emprender un interminable viaje. Por fin, se separaron en el rellano de la escalera. Cierra, bien dijo Maltrana, como si temiese los mayores peligros durante su ausencia. Y sólo se decidió a bajar cuando vio cerrada la puerta y sonaron tras ella los ruidos de la llave y el cerrojo.
Después, en la lejanía de un campo, junto a unos murallones de ladrillo, se alza un tablado, encima del cual, destacando sobre el cielo, se ven cuatro hombres que sientan a otro por fuerza en un banquillo, tras el cual, a manera de respaldo, hay un madero tieso... ¡Qué horrible pesadilla!
Inclináronse uno tras otro sobre el remanso de la fuente, apartaron con la mano las hierbas que flotaban en la superficie y bebieron en la hoya, como pastores ó como cervatillos de la montaña. Después se miraron, se dieron la mano de amigos y se pusieron á departir alegremente recostados en la hierba.
Nos pidió perdón por la tardanza después de darnos las buenas noches, y continuó andando hacia su despacho en cuya mesa puso el quinqué. Retrocedimos tras él nosotros... y ¡nueva sorpresa para mí!
Un alegre cascabeleo dominaba los ruidos de la plaza y las voces enérgicas del postillón en traje de la huerta, que gritaba «¡arre! ¡arre!» manejando con rara maestría una docena de ramales. Las rocas, una tras otra, fueron desfilando por la plaza, produciendo cada una de ellas una verdadera revolución.
Esto lastimó el amor propio de Olmedo más que si su amigo le hubiera llenado de insultos, porque todo lo llevaba con paciencia menos que se le rebajase un pelo de la graduación de perdis que se había dado. Le supo tan mal la indulgencia de Rubín, que salió tras él hasta la puerta, diciéndole entre otras tonterías: «¡Valiente hipócrita estás tú... narices! Estos silfidones, a lo mejor la pegan».
Su acento era gracioso y picaresco; su voz escasa, pero argentina, juvenil, y no viciada por los esfuerzos ni la mala enseñanza. No era voz potente ni de gran extensión, pero sí dulcísima, alegre y fresca, como debieron de ser las de aquellas ninfas que en la antigüedad jugueteaban llamando a su compañera Eco, corriendo y ocultándose tras los troncos de los bosques sagrados.
Era la vergüenza, que hacía arder en su interior un fuego de infierno, que enrojecía su rostro y aceleraba la circulación de su sangre. Creyó que todos le miraban, que los transeúntes ladeaban el cuerpo para evitar su roce, y anduvo apresuradamente, como si sintiera tras sus pasos el espectro de su vergüenza que le perseguía.
Palabra del Dia
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