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Si no llego hoy, llegaré mañana. Seis escalones a la espalda. ¡Dios mío, lo que falta todavía!». Cuando llegó al principal, su hermana le esperaba en la puerta. «¿Te has cansado mucho?». Así, así. ¿Dónde está Tom? Que venga. Moreno entró en su habitación, seguido del criado. Este era inglés y le acompañaba en todos su viajes.

Tom se había aficionado mucho a los toros; no perdía corrida, y entre sus amigos contaba a varias eminencias del arte del cuerno. Por esto le dio Moreno el encargo de buscarle alguna moña, de las que guardan los aficionados como veneradas reliquias, y convenía que tuviesen manchas de sangre y muchos pisotones, con señales de la trágica brega.

Tom no se hizo repetir la orden: sacó el hercúleo pecho, tirando de las riendas, con el esfuerzo de aquellos antiguos aurigas esculpidos por Fidias en los frontones del Partenón, de pie sobre un carro, deteniendo con una mano el galope de cuatro caballos.

A un grito de Tom Sickles fustigó Jacobo los caballos bárbaramente, azuzólos Fritz dando voces y el coche arrancó al fin crujiendo, bamboleándose un momento hacia el precipicio, dando, al entrar en la carretera, un vaivén violentísimo, que despidió al hombre dormido desde lo alto de su banqueta en mitad del camino, donde cayó inerte y pesado cual una piedra de diez arrobas, mientras el coche desaparecía entre una gran polvareda por el declive de la cuesta y seguía corriendo hasta llegar frente de Oiquina, donde pudo al fin Jacobo detener el tiro a la sombra de unas higueras, cubierto de polvo, sudoroso, jadeante... Ya era tiempo: el roble, descuajado por completo, cayó a lo largo del violento repecho del camino, quedando suspendido sobre el precipicio por algunas raíces.

Tom se reía; pero en su interior rechazaba aquella superchería por dos móviles de conciencia, el móvil de la rectitud inglesa y el de la formalidad del aficionado a toros. Con el fraude propuesto por su amo se cometían dos graves faltas, engañar a una nación y ultrajar el respetable arte de la Tauromaquia, el verdadero sport trágico. No qué se decidió de esto.

Mas Tom Sickles, arrebatada la cara de remolacha, hacía terribles visajes, como si llevase los caballos desbocados, mientras con suaves vibraciones de las riendas más y más los azuzaba. En la calle de Isabel la Católica, Tom Sickles hizo otro prodigio: coche y caballos quedaron parados en firme, de un golpe, ante la embajada alemana.