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Actualizado: 26 de junio de 2025
¡Lo que somos...! ¡lo que somos...! decía Nelet entre dientes, sintiendo que cada espasmo de la larga agonía de su Brillante era una verdadera puñalada para él. Al ver a las señoritas se adelantó algunos pasos, hablando con tono compungido. El veterinario se había marchado, declarándose impotente para remediar el mal.
Un ratito pudo hablar a solas con Rosalía, y se mostró tan llagado del corazón y tan herido de punta de despecho amoroso, que la honesta señora no pudo menos de compadecerle, sintiendo al propio tiempo dos clases de vanidad; la del triunfo de su virtud y la no menos grande de ser objeto de pasión tan formidable.
D. Felicísimo retrocedió sintiendo que su valor se extinguía, que sus bríos se aplacaban, que toda su sangre se congestionaba en el corazón.
Mientras don Juan escapaba cobardemente, falseando su carácter y sintiendo un desasosiego moral que le avergonzaba, Cristeta volvía del teatro a la fonda. Entró en el vestíbulo, se acercó al casillero donde estaban las palmatorias y las llaves, y vio junto a la de su cuarto una carta. Sin saber por que, le dio un vuelco el corazón.
«¡Qué indecencia!» pensó, sintiendo el despecho atravesado en la garganta. Y sin saber que parodiaba a Glocester, añadió: «¡Se la quieren echar en los brazos! ¡Esa Marquesa es una Celestina de afición!». «¡Y venían cantando!».
Al quedarse sola Cristeta se sentó en una silla baja de hacer labor, y tapándose los ojos para no ver las cosas de este mundo, se puso voluntariamente soñadora, pareciéndole ver a don Juan, también solo en su casa, triste, malhumorado, vuelto hacia ella el pensamiento y sintiendo lo que jamás hasta entonces ninguna otra mujer le hizo sentir.
Al tablado llegando, celebraron Su muerte, con dolor y luto puesto; Sintiendo pena de ello y gran mancilla Los galanes y damas de la Villa.
No pudo decir más. Se ahogaba. Un estertor hizo ondular su garganta, como si por dentro de ella rodase una bola dolorosa. El príncipe tuvo que apelar á toda su fuerza para sostener este cuerpo. Sonó junto á él una voz con el mismo acento monótono y bajo que si hablase en la habitación de un moribundo. Era Valeria que también lloraba, sintiendo de nuevo el contagio de las lágrimas.
Todo lo que no era súbito y heroico le dejaba impasible, sintiendo en sí mismo una confianza, una certidumbre absoluta de alcanzar de un golpe los honores más altos y de llegar a ser, en poco tiempo, uno de los primeros paladines de la Fe Católica en la tierra.
Durante un largo rato retuve su mano entre las mías, sintiendo cierta satisfacción, supongo, en repetir de esta manera lo que tantas veces había hecho en otro tiempo, ahora que ya tenía que despedirme para siempre de todas mis esperanzas y aspiraciones.
Palabra del Dia
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