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No debéis de conocerme. Si el Rey no viene a prenderme, No hay en todo el mundo quién. REY. ¡Pues yo soy el Rey, villano! PELAYO. ¡Santo Domingo de Silos! D. TELL. Pues, señor, ¿tales estilos Tiene el poder castellano? ¿Vos mismo? ¿Vos en persona? Que me perdonéis os ruego. REY. Quitadle las armas luego. Villano, ¡por mi corona, Que os he de hacer respetar Las cartas del Rey!

¡Qué ha de tener! dijo el señor López el bolsista con expresión doctoral . Cuando a Fernando VII lo trajeron a los Silos, declaró que esto era el balcón de España. Pues figúrese usted añadió doña Manuela, que enrojecía de satisfacción con estos elogios que alcanzaban a su casa . Si los Silos son el balcón de España, ¿qué será Villa-Conchita, que está más alta que ellos?

Los convidados de doña Manuela veían a poca distancia los famosos Silos de Burjasot, gigantesca plataforma de piedra, cuadrada meseta agujereada a trechos por la boca de los profundos depósitos y en la cual hormigueaba un enjambre alegre y ruidoso: corros en que sonaban guitarras, acordeones y castañuelas acompañando alborozados bailes; grupos de gente formal entregada sin rubor a los juegos de la infancia; docenas de muchachos ocupados en dar vuelo a sus cometas con grotescos figurones pintados, que al remontarse moviendo los inquietos rabos hacían el efecto de parches aplicados al azul cutis del infinito y daban al paisaje un aspecto chinesco de abanico o de pañolón de Manila.

En la Edad Media, los silos del saber de entonces y de lo poco que de la antigüedad aún quedaba fueron los monasterios. Luego, la ciencia se acogió a las universidades.

Allí unicamente trabajaban las mujeres. Aquellos bigardos se pasaban la vida con un fusil al hombro, charlando. Ellas cultivaban la tierra y metían las cosechas en silos, ahumaban y secaban carne y pescado, fabricaban anzuelos y flechas. Los hombres únicamente cazaban, pastoreaban las cabras y compraban y vendían pieles curtidas, jaiques, azufre, camellos y bueyes.

Y los dos carruajes, esparciendo en la sombra la roja luz de sus dobles faroles, partieron al trote, conmoviendo el silencio de la noche tibia, estrellada y serena. La familia de Pajares los vio alejarse desde la puerta del hotel. Frente a los Silos, la multitud arremolinábase en la obscuridad, asaltando a brazo partido las plataformas de los tranvías o regateando con los cazurros tartaneros.

El Dauro riega estos verjeles desconocidos por canales fabricados de cristales y beriles, y de entre sus arenas, en redes de seda, sacan incesantemente los genios copiosos granos de oro, que van atesorando en silos de inapreciable riqueza.