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Doña Clara se puso vivamente encendida, y ocultó su rostro embellecido por la felicidad y por el pudor, en el seno de la duquesa. Sois un tesoro, doña Clara dijo la duquesa, levantando entre sus manos la hermosa cabeza de doña Clara y besándola en la boca. Don Juan, dominado por su amor, por sus sentidos, apoyó un brazo en el sillón, y en su mano la cabeza.

No pude continuar y bajé la cabeza. Mi padre se agitó en su sillón, creyendo que estaba yo llorando, y dijo: Ahora lágrimas; el argumento supremo de las mujeres. ¡No llores, voto va! Se quitó el gorro y lo lanzó al otro extremo de la habitación. Después se dulcificó.

Gillespie tardó en reconocer el buque. ¿Qué hacía él allí?... ¿Quién le había traído?... Quiso echar una pierna fuera del sillón, y su pie tropezó con algo que resbalaba sobre la madera lanzando un susurro, como de frote de papeles.

Los que le han conocido, en la puerta del registro de la calle Florida, arrellanado en ancho sillón de rejilla, con su chaleco floreado y sus zapatos de paño, echando piropos a las muchachas y llevando la batuta en aquel concierto de viejos babosos y apolillados, no se imaginarían que setentón tan decidor y risueño era una fiera en su casa.

Y bien... Me pidió sangría... ¿Y qué? Se la serví... y luego... como no le conocía, como nada ... por ver lo que hacía, volví quedito... estaba dormido al lado de la chimenea en vuestro sillón. ¿Y qué hay de malo en eso?... Nada, pero... cuando volví otra vez... ya no estaba en la sala. ¿Que no estaba? No, sino en la alcoba, acostado en vuestro lecho y durmiendo.

Un maestro había perdido unos anteojos que se habían encontrado en su faltriquera: el rapé de otro había pasado al chocolate de sus compañeros, o a las narices de los gatos, que recorrían bufando los corredores con gran risa de los más juiciosos; la peluca del maestro de matemáticas había quedado un día enganchada en un sillón, al levantarse el pobre Euclides, con notable perturbación de un problema que estaba por resolver.

Con un inconmensurable pañuelo de cuadros se limpiaba la continua destilación de ojos y narices; después se sonó con estrépito dos o tres veces, y viendo a Benina en pie, la mandó sentar con un gesto, y él ocupó gravemente su sitio en el sillón, compañero de la mesa, el cual era de respaldo alto y tallado, al modo de sitial de coro.

Se aproximaban la cinco, hora en que debía de comenzar la función. D.ª Fredesvinda apretó con sus manos venerables los brazos del sillón, a inclinándose un poco para hablar, reinó silencio en la estancia.

La señora le guiaba hasta volverle a poner en el sillón. Esto se hacía siempre a puerta cerrada; pues antes de escudriñar su tesoro mandaba a Rosalía que echase el pasador a la puerta para que no entrara nadie. Una semana trascurrió desde el día de San Antonio, tristísima fecha en la casa, sin que el enfermo adelantara gran cosa.

Dolly Winthrop fue la primera en adivinar que el anciano señor Macey, cuyo sillón había sido colocado delante de la puerta, esperaba que se tendría con él alguna atención particular, puesto que era demasiado viejo para asistir a la comida de bodas.