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Actualizado: 16 de junio de 2025


Ahora relataba al doctor la enfermedad de don Tomás, el cura que iban á visitar; «un santo varón» que en otros tiempos confesaba á la de Sánchez Morueta y que pronto moriría como un justo si la Virgen no le salvaba con un milagro.

Encontraba un tesoro inmenso, cientos de vasijas sepulcrales repletas de oro. Salvaba al ejército en una terrible sorpresa. Ganaba él mismo numerosas batallas. Era hecho Virrey... Al día siguiente un alguacil de la Santa Inquisición diole, en su propia mano, una cédula por la cual se le llamaba a testificar, por segunda vez, en el proceso de los moriscos.

Un defecto tenía Moro, hijo de su misma afición. Se consideraba insuperable en todos los juegos a que se dedicaba. No se le podía negar gran maestría en ellos; pero de aquí a no tener rival hay mucha distancia, y Moro la salvaba. De esto procedían los prolijos, eternos comentarios con que sazonaba cada jugada, y que ya habían llegado a ser proverbiales en Lancia. Daba un tacazo en el billar.

Sólo salvaba yo la monotonía de este libro y cifraba su variedad en el ingenio diverso de cada escritor, en el sesgo que atinase a dar al asunto, y en lo singular de su estilo, pensamientos y sentimientos. Nunca pensé que el editor desease que escribiésemos una reseña erudita, una serie de vidas de todas las mujeres célebres de cada provincia.

Venía tal vez de ver cómo salvaba a la pobre india que se le abrazó a las rodillas a la puerta de su templo mexicano, loca de dolor porque los españoles le habían matado al marido de su corazón, que fue de noche a rezarles a los dioses: ¡y vio de pronto las Casas que eran indios los centinelas que los españoles le habían echado para que no entrase! ¡El les daba a los indios su vida, y los indios venían a atacar a su salvador, porque se lo mandaban los que los azotaban!

Si la joven era culpable ¿cómo el Príncipe, al ver que la acusación pesaba sobre él, no se salvaba revelando la verdad? Era evidente que esperaba salvarse con ella, valiéndose de todos los argumentos favorables al suicidio; quería salvarla por amor, por compasión, o más bien por aquel sentimiento de confraternidad que la comunidad de ideas debía crear y alimentar.

Pero a Mozart lo salvaba su carácter alegre; porque era un maestro en música, pero un niño en todo lo demás. A los catorce años compuso su ópera de Mitrídates, que se representó veinte noches seguidas; a los treinta y seis, en su cama de moribundo, consumido por la agitación de su vida y el trabajo desordenado, compuso el Requiem, que es una de sus obras más perfectas.

La presencia de Juanón les imponía respeto. Además, por el fondo de la calleja avanzaba otro joven. Aquel no sería de la idea; algún retoño de burgués, que se retiraba a su casa. Mientras Montenegro agradecía a Juanón su oportuna presencia, que le salvaba de la muerte, verificábase un poco más allá el encuentro de los braceros con el transeúnte. Las manos, burgués; enséñanos las manos.

Y Vérod tornaba mentalmente a lo pasado, recordaba el angustioso estupor que se había apoderado de él cuando descubrió el mal secreto que agobiaba a aquella pobre alma. Salvaba a otros, pero mientras tanto ella misma estaba perdida. Las palabras que había pronunciado un día volvían a la memoria de Vérod.

No había de hacerlo ella todo. ¿Quién guiaba la casa? ¿Quién la salvaba en los apuros? ¿Quién conjuraba las cesantías? ¿Quién sorteaba las dificultades del presupuesto? ¿Quién era allí el gran arbitrista rentístico? Visitación. Pues que la dejasen divertirse, salir; no parar en casa en todo el día.

Palabra del Dia

vorsado

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