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Actualizado: 13 de junio de 2025


Y sobre este pedazo á guisa de mesa colocaron la baraja y comenzaron su brisca, D. Prisco montado, el capitán en pie con los codos apoyados sobre la montura. Después de los tres juegos echaron otros tres y después otros tres... Otros tres en seguida... Hasta que la noche los sorprendió en tan interesante situación.

Busque otra pareja porque he trajinado todo el día y mis pobres piernas se están llamando á engaño. El capitán agradeció la hipocresía y tomándola cariñosamente de la mano, la condujo otra vez al lado de Demetria. Entonces fué cuando acertó á ver entre la muchedumbre la negra silueta de D. Prisco, el cura de la parroquia. Se fué como un cohete hacia él. ¡Pero estaba usted aquí y no me avisaba!

El sol descendía rápidamente hacia el ocaso. Sobre sus cabezas cantaba el ruiseñor. Cuando hubieron dado buena cuenta de la tortilla y el queso, D. Prisco bebió un número prodigioso de vasos de agua. Era su manía y su vicio. El capitán sólo algunos sorbos de vino. Entonces D. Prisco volvió á meter la mano en las profundidades del balandrán y sacó la baraja. ¿Una brisquita?

Dio cuerda a su velón, y apoyando los codos sobre la mesa intentó leer en las obras de Balmes, que le había prestado el cura de Naya, y en cuya lectura encontraba grato solaz su espíritu, prefiriendo el trato con tan simpática y persuasiva inteligencia a las honduras escolásticas de Prisco y San Severino.

Todo el mundo conocía aquella partida en el valle de Laviana. Antes dejaría el ganado de pacer sobre las verdes pradreras de Entralgo, antes las nubes de rodar sobre la cresta de la Peña-Mea que D. Prisco y D. Félix dejasen de ponerse el uno frente al otro con las cartas en la mano. No era, sin embargo, la avaricia lo que les empujaba, aunque ambos pecasen un poco por este lado.

No falta tampoco el idiota de la aldea, magín descompuesto, candidato de pillos, víctima de las bromas aldeanas, enloquecido con ideas sobre filantropía, abriendo la boca de admiración y pestañeando con un ojo que sufre de perlesía intermitente, mientras la pupila del otro se le sale como el carozo de un durazno prisco.

Experimentó fuerte sacudida y se volvió con su peculiar viveza. D. Prisco, el párroco de Entralgo, estaba frente á él. Ambos abrieron los brazos á un tiempo y quedaron estrechamente enlazados. Largo rato estuvieron de este modo. El viejo militar sollozaba: el sacerdote le encomendaba silenciosamente á Dios.

Los únicos que en aquella tertulia pensaban mal de las minas y no ansiaban las reformas, á más del capitán, eran su primo César, el señor de las Matas de Arbín y el párroco D. Prisco. El primero por su espíritu clásico y temperamento dórico, el segundo porque era un gran filósofo. D. Prisco sólo hallaba dos cosas dignas de atención: el cielo estrellado y la brisca. En consecuencia, ó rezando ó jugando: ésta era su vida. Todo lo demás estaba comprendido en dos palabras, las predilectas, quizá las únicas que salían claras de los labios de aquel hombre memorable. ¡Miseria humana!

Palabra del Dia

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