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¿Mis alhajas? observó la otra vacilando primero y asegurándose al fin . No son mías. Son de él, de Maxi, que las desempeñó. Se las dejo todas. ¿De modo que no se lleva usted más que su ropa? Nada más. Hasta el portamonedas, con el último dinero que me dio, lo dejo aquí sobre la cómoda. Véalo usted. Cogió la prudente señora el portamonedas que estaba aún bien repleto y se lo guardó. xii

Comprolos, y no tardó en enamorarse de un portamonedas. ¿Cómo podía pasarse sin aquella útil prenda, tan necesaria cuando se tiene algún dinero? No había cosa peor, según ella, que llevar las monedas sueltas en el bolsillo, expuestas a perderse, a confundirse y a caer en las largas uñas de los rateros.

Al mismo tiempo sacó las provisiones del cesto. Y aquí tiene usted un poco de dinero añadió abriendo el portamonedas. ¡Venga, venga el dinero! exclamó la enferma, abriendo con ademán de fiera las largas y huesudas manos sacudidas por un calofrío... ¡El dinero! ¡El dinero!

Al propio tiempo tocaba y cantaba hasta desgañitarse... «Que se calle usted... por amor de Dios... Nos deja sordos dijo la santa sacando su portamonedas . Tenga, y a la calle a cantar. Hoy no quiero aquí fandangos. ¿Me entiende?». Marchose el porfiado ciego, y la fundadora siguió hablando con el Padre Nones: «Suba usted a ver si me la reconcilia y le da la última pasadita.

Después de haber dejado lo poco que contenía mi portamonedas en aquella triste mansión de la indigencia, salí un poco más tranquilo, pero aun sintiendo mucha incertidumbre.

Fortunata no necesitó más, y fue a la otra casa, donde encontró a la comandanta muy afanada, porque no era un almuerzo, sino tres los que tenía que preparar, el de Juan Antonio y el de dos obreros más, cuyas respectivas mujeres se habían ido ya para la fábrica, dejándole aquel encargo. «Váyase usted a la compra le dijo , que de las tortillas se encarga una servidora...». Mucho agradeció esto doña Fuensanta, y poniéndose su toquilla encarnada, quedándose con la bata de tartán y las gruesas zapatillas de orillo, cogió el cesto y el portamonedas y fue a pedir órdenes a Severiana, que estaba en la sala, dentro de una nube de polvo. «Tráigame usted un codillo como el del otro día, para ponerlo en sal... un cuarterón de agujas cortas... Tocino hay en casa... ¡Ah!, no olvide las zanahorias, ni el cuarto de gallina... Si trae para usted sesada de carnero, cómpreme otra a ...

«Está bien; pronto levantarás bandera de parlamento», me digo; y espero la respuesta, que ha de dar lugar a una buena escena, muy conmovedora, con abrazos, lágrimas de alegría, y todo el aparato escénico del caso... Porque uno se hace terriblemente vanidoso, señores, cuando tiene el portamonedas bien provisto.

Parecía que iba a saltar la sangre de sus tersas mejillas. A la prendera le hacía extremada gracia aquel rubor: para gozar más de él le mortificó todavía algún tiempo. Al fin echó mano al portamonedas. Pero Godofredo la detuvo dirigiendo una mirada de susto a la mesa de sus antiguos amigos. No; aquí no, señora. Hay muchos curiosos. ¿Quiere usted salir a la calle un momento? Con mucho gusto.

Entró, y sin sentarse, tendió a Lucía un portamonedas, amorcillado de puro relleno. Aquí tiene usted dijo dinero suficiente para cuanto pueda ocurrírsele, hasta la llegada de su marido. Como estos días suelen los trenes sufrir mucho retraso, creo que no vendrá hasta la madrugada; pero de todas suertes, aunque no llegase en diez días o en un mes, le alcanza a usted para esperar.

Su casa no era un templo, ni mucho menos. Habitaba en un cuarto piso de un barrio extremo. ¿Por modestia? ¿Por coquetería? No se sabe. Las pobres gentes de su barrio no se quejaban de tal vecindad; él, por su parte, las cuidaba con tanta solicitud, que algunas veces olvidaba el portamonedas a la cabecera de su cama.