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No pudiendo bailar con su adorada ni hablar a solas, tanto por prudencia como por las muchas obligaciones que aquella noche pesaban sobre ella, se consolaba oyendo a Lola relatar pormenores referentes a su amiga.

Pesaban estas consideraciones de tal modo en mi ánimo, que me vino la idea de abandonar en las garras de don Oscar, como precioso vellón, la mitad de la dote de Gloria, con tal de unirme pronto a ella y obtener la otra mitad. Confieso que este proyecto duró poco tiempo en la cabeza. ¡La mitad de la dote! ¡Cincuenta mil duros! Y de un golpe rebajé la cifra a la mitad.

La voz del patrón de alto los remos, y la dada por el que mandaba el bote de safa escalas, indicaron la faena de atracar, difícil en extremo por lo terso de la roca, cuyo perpendicular tajo descansaba en un acantilado fondo sobre el que pesaban dos varas de agua. Estábamos bajo la peña.

Bien se lo merece, porque, al fin, si alguna falta cometió, tuvo en este pícaro mundo su purgatorio. La Condesa estaba casada con el señor más terrible que se ha conocido en nuestros días. Todos le temblaban, empezando por su mujer. Había tenido varios lances de los que llaman de honor, y pesaban tres muertes y varias heridas sobre su conciencia.

Porque sería profanar un día que la Iglesia consagra a las ánimas benditas: la prueba es que unos pescadores que fueron a pescar tal día como pasado mañana, cuando fueron a sacar las redes, se alegraron al sentir que pesaban mucho; pero en lugar de pescado, no había dentro más que calaveras. ¿No es verdad lo que digo, hermano Gabriel? ¡Por supuesto!

Todavía estuvo algún tiempo con los ojos abiertos, aunque le pesaban como si fuesen de plomo los párpados. Al cabo los cerró y se durmió. Esto es, no es fácil decir si se durmió o se quedó solamente traspuesto.

Aunque Nanela me exhortara: ¡Adelante! ¡Adelante! la Fatalidad tiraba para atrás del hilo de mi vida, cada vez con más fuerza... Y yo avanzaba cada vez con menos fuerza... Tanto me pesaban las piernas que creía echar raíces en el océano de luz que me rodeaba, que me asfixiaba, que me devoraba como a una gota líquida más... Dejé de sentir mis pies... mis manos... mis brazos... mi cuerpo... Ya era sólo una cabeza flotante en aquel océano de luz, ¡una miserable cabeza que se disolvía como un terrón de azúcar!... Perdí el pensamiento, la vista, el tacto...

Ocupados de aquella suerte disfrutaban la dicha de olvidar, de borrar los años transcurridos volviendo á la edad de la niñez. Roma ingrata, Cartago destruida, sus patrias respectivas, poco, muy poco pesaban á su conciencia, no dejando ninguna traza en su corazón, como no la deja el rizo de la onda.

También ella salió, pero no podía andar; los pies le pesaban como si fuesen de plomo. Dejose caer sobre uno de los bancos del pórtico y allí aguardó un rato. Estaba ya obscureciendo. Levantose al fin y con paso vacilante se dirigió por la única calle del pueblo hasta la casa que le habían designado. La tienda estaba iluminada por una menguada lámpara de petróleo.

Por lo demás, estaba él orgulloso de su categoría de atorrante: no tenía casa y no pagaba alquileres; no tenía criados y no le robaban y vendían; no tenía suegra, ni mujer, ni hijos, que le quemaran la sangre; ni negocios, que le preocuparan; ni amigos, que le engañaran; sobre él no pesaban impuestos ni carga alguna.