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Actualizado: 14 de junio de 2025


Por lo menos no podemos prudentemente dudar de su existencia: que si fuese cierta, como la presumo, pudiera alterar el sistema del comercio, y desde luego, el valor de la pedreria que venden los Portugueses y que recogen en las sierras vecinas.

Las mujeres le cogían el faldellín de terciopelo para admirar de cerca los bordados: clavos, martillos, espinas, todos los atributos de la Pasión. Sus botas parecían temblar a cada paso con el brillo de los espejuelos y la pedrería falsa que las cubrían. Bajo las plumas del casco, que aún hacían más obscura su tez africana, destacábanse las patillas grises del gitano.

Vea añadió, todo está aquí, a excepción de la parte que sacó el señor Blair, y abriendo uno de los macizos cofres, sostuvo en alto la linterna y desplegó ante mis ojos una colección tan variada de cálices, patenas y custodias de oro, vestiduras recubiertas de joyas y pedrería y magníficas alhajas, como nunca antes había visto igual.

Tan bien aderezadas y vestidas, Y con tanto primor y bizarria En Lima andan las damas, y pulidas, Que en corte de Castilla se tenia En estima, basquiñas guarnecidas De mucho oro, y de fina pedreria. Doña Bernarda Niño una bordada Sacó, que en tres mil pesos fué apreciada.

No salió el Rey por la puerta del templo, sino por la del atrio cercado de magnífico claustro, donde habían montado a caballo él y cuantos le acompañaban. Cuando la lucida cabalgata apareció ante el gran público, la admiración general dio muestras de en murmullos, exclamaciones y vítores. Aquello era verdaderamente espléndido: un derroche de sedas, randas, plumas, oro y pedrería.

Sobresaltado, de delicias lleno, á la presion de los amantes brazos, á la desdicha y al temor ajeno, su corazon del palpitante seno pugnaba por saltar roto en pedazos. La rica, la opulenta pedrería que su garganta deliciosa ornaba y que la luna con envidia heria, con ménos esplendor resplandecia que el que en sus negros ojos fulguraba.

Relampaguearon sus ojos con ira, y sin dejar por esto de sonreír, levantó amenazante la mano, con todo su fantástico brillo de pedrería, como si fuese a abofetearle: Cuidado, Rafael: es usted un chiquillo y le trataré como a tal. Ya sabe que no gusto de que me molesten. No le despediré; pero si sigue así ¡va usted a llevarse cada bofetada!... ¡Qué pegajoso!

Al compás de los valses o marchas fúnebres que entonaban las bandas, contoneábanse los devotos cirio en mano; y el desfile de santos continuaba, lento, monótono, aplastante: unos, desnudos, con las carnes ensangrentadas y sin otra defensa del pudor que unas ligeras enagüillas; otros, vestidos con pesados ropajes de pedrería y oro.

Abandonada, sola y pobremente vestida, encontrábase con su marido y la otra, radiante de sedas y pedrería. Imaginose a propia, muriendo tísica a causa de sus pesares, pero bella aún en su ruina y fascinando con sus postreras miradas al director de El Alud y al coronel Roberto, que la contemplaban con efusiva pasión... ¿Mas, dónde estaba, en tanto, el coronel Roberto? ¿Por qué no venía?

Los guantes..., una pulsera..., la lisa de plata, nada que tenga pedrería. Se acabó. Algo falta: pudorosa, aunque nadie puede verla, se vuelve de espaldas a la puerta y se estira una media.

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