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Actualizado: 17 de junio de 2025


A Zurich iba para hablar de ella a otra infeliz, a Alejandra. Alejandra Natzichet ha muerto... Vérod estaba aturdido. No, no soñaba; pero la realidad tenía todos los caracteres del sueño. El hombre que hablaba en su presencia se parecía a aquel orgulloso revolucionario como las pálidas imágenes de una pesadilla se parecen a las personas vivas. ¿Muerta la Natzichet? ¿Cómo, por qué había muerto?

Usted, desesperadamente enamorado de ella y celoso de Zakunine; Zakunine, perdido por los celos que usted le inspiraba, por su tardío amor hacia ella, por su estéril remordimiento; la Natzichet, amante, taciturna, desconocida, desdeñada... ¿Qué será de ella? Entonces Vérod se acordó de las palabras del Príncipe. Ha muerto. Pero, ¿cómo, dónde y cuándo?

¡Si había un culpable!... Efectivamente: suponiendo que Vérod denunciara al juez la mentira de la Natzichet, ¿cómo podría convencerle de la culpabilidad de Zakunine? Si la inocente se acusaba por salvar al reo, ¿cómo inducir al reo a confesar?

En el careo les había descubierto algunas contradicciones: mientras la Natzichet aseguraba que en el punto culminante de su explicación con la Condesa, oyendo la voz conturbada del Príncipe que llamaba, había disparado el tiro, temerosa de que al aparecer él ya no se le hubiera presentado otra oportunidad de deshacerse de su rival, el Príncipe afirmaba, por el contrario, haber acudido al oír el tiro desde lejos.

Extremadamente rica, habituada a no gastar en misma ni la cuarta parte de sus rentas, podía sacar inmediatamente de apuros a su antiguo amante. Por eso iba el Príncipe a verla de vez en cuando y se mostraba más amable con ella. El amor, la pasión que no sufre retardos ni alejamientos, lo entretenía en otra parte, lo hacía vivir en Zurich, donde vivía la Natzichet.

Cuando los periódicos publicaron la noticia de que, cerrada la instrucción, resultaba de las acordes confesiones de la Natzichet y de Zakunine que la Condesa d'Arda había sido asesinada por la nihilista, y que la acusación defería a la reo al juicio de los jurados, la curiosidad del público, que había crecido desmesuradamente en los últimos días, se aquietó por fin.

Estoy dispuesto a admitir que usted dejaba sin respuesta las cartas de algunos de sus compañeros, no por falta de celo, sino por ayudar a otros. Alejandra Natzichet, por ejemplo, le ocupaba a usted mucho... La mirada del Príncipe relampagueó. No hable usted así, dijo sordamente. ¿Y por qué no quiere usted que hable?

Cierto; sin el ardid que había empleado con la nihilista, el Príncipe y ella misma habrían continuado negando, escudándose con la verosimilitud del suicidio. Era también evidente que de los dos, el más cuidadoso de la salvación común había sido, desde los primeros días, la Natzichet. En todos los interrogatorios se había esforzado visiblemente por empujar al Príncipe a la defensa.

Mintió usted cuando reconoció ser el amante de su correligionaria; pero esa mentira, por lo menos, le fue casi arrancada por la esperanza de salvarla; mas ¿por qué ocultó usted los sentimientos que profesaba últimamente a la otra desgraciada?... El Príncipe temblaba: la Natzichet había dicho la verdad.

Decidido a aprovechar de la generosidad de la joven, Zakunine la reconocía culpable, y desde que ella insistía en su confesión, ¿cómo desmentirlos? Ferpierre pensó en volver a llamar a la Natzichet y decirla: «¿Usted cree haberle salvado? ¡Lejos de eso, le ha perdido usted! ¿Por qué ha confesado usted? ¿Porque yo la dije que él mismo me había confesado haber muerto a la Condesa?

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