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Actualizado: 27 de junio de 2025
Un reniego, apenas articulado, brotó de sus labios. Morsamor, no obstante, se repuso y disimuló su enojo, pero Tiburcio no dejó de notarlo y le dijo en voz baja: No pierdas paciencia, y ya verás cómo pronto te es propicia la fortuna.
Paseando por los alrededores del Cenobio y admirando los vergeles que le circundaban, estuvieron Morsamor y su gente hasta que pasaron las horas del Recordatorio y volvieron al Cenobio los señores ancianos. Cosa de encanto les pareció el verlos venir. Con pausa solemne venían en dos hileras, como dos centenares de venerables viejos, vestidos de largas, flotantes y cándidas vestiduras.
Ya conjeturará el lector de la singular historia que vamos escribiendo, el mar de confusiones en que un espíritu tan escéptico y tan crítico, como el de Morsamor, hubo de engolfarse y hasta de anegarse al ver y al oír tan estupendas cosas.
Era Pedro Carvallo, el hombre de más violento carácter y más iracundo que hubo en Portugal en aquellas edades. Terrible era además su encono contra Morsamor, primero por natural antipatía, y después por su rivalidad en amores con doña Sol, de quien Morsamor, en cierto modo había sido harto más favorecido.
Y como Pedro Carvallo era poco circunspecto y muy jactancioso y no sabía refrenar la lengua, habló en varios sitios y con no pocas personas, contra el aventurero castellano y hasta llegó a decir que le provocaría, le retaría y le daría muerte. Nadie, por fortuna, llevó a los oídos de Morsamor tales fieros y jactancias.
El aviso además, que al Secretario de Estado dio Sankarachária por los medios mágicos de que disponía, y que dicho Secretario trasmitió a varios adeptos de los muchos que entonces tenían los mahatmas en el Tibet y en China, facilitó el largo y peligroso tránsito de Morsamor por todos aquellos países, inexplorados hasta entonces por los europeos.
Morsamor y también Tiburcio reconocieron en el fraile abandonado a un antiguo colega del mismo convento en que ellos habían vivido, pero el fraile no reconocía a ninguno de los dos por más que maravillado los contemplaba. Se lo impedían el mágico remozamiento del uno y la gallarda e insolente apostura del otro, tan distinta de la humildad claustral que había afectado cuando era novicio.
En la pequeña cámara de Morsamor, que estaba sobre cubierta, no parecía posible que hubiese capacidad bastante para que en ella se ocultasen muchos hombres armados. En ella, no obstante, estaban hacinados y apretados Tiburcio y su tropa. De súbito abrieron la puerta de la cámara y salieron con inaudita rapidez.
Era esta carta tan elocuente y tan sentida que no me atrevo a recomponerla aquí, pues no teniéndola a mano tal como se escribió la falsearía yo y la echaría a perder, recomponiéndola y ofreciéndola a mis lectores. Baste, pues, que sepan que donna Olimpia se despedía de Morsamor con inmensa ternura, y tratando de justificar la separación por ineludible.
Narada, al contemplar a Morsamor a la luz de las muchas lámparas que en el estrado había, no pudo menos de decirle que competía con el divino Hari, cuando se casó Rukmini en el magnífico palacio de Duarika. No tardó la bella Urbási en aparecer sobre el estrado. La acompañaban cuatro matronas casadas y la seguían sus siervas, y los pocos convidados, amigos íntimos o parientes de su familia.
Palabra del Dia
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