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Actualizado: 27 de noviembre de 2025


Miguel de Zuheros desechó, pues, aquellos vanos pensamientos, se serenó, recobró su brío indomable, se arrojó del lecho y se revistió a escape las armas. Tomás Cardoso, teniendo de la pequeña hueste por ausencia de Tiburcio, acudió a llamarle desde la puerta de la alcoba. Armado ya Morsamor, salió a juntarse con Tomás Cardoso.

La emulación y la envidia hacían que también sus enemigos se aumentasen. Y a todo contribuía en gran manera Tiburcio de Simahonda que, menos retraído y mucho más expansivo que Morsamor, se mostraba por donde quiera y trataba toda clase de gente. Tiburcio, como en Lisboa, sabía ganar amigos en la India, pero su buena fortuna con las mujeres y en el juego le creaba muchos envidiosos.

Morsamor resolvió parar allí, reposar y hacerse fuerte, si por acaso le descubrían y sorprendían sus enemigos en aquel misterioso retiro.

Antes de salir, ella, que tenía en él la vista fija, le miró con amor e hizo ondear en su mano un blanco cendal, como despidiéndose. Su larga mirada fue elocuentísima y decía con toda claridad: hasta que pronto, muy pronto volvamos a vernos. En un extremo de la ciudad y en espacioso edificio, Morsamor con toda su gente estaba acuartelado.

Como quiera que fuese, y sin más novedad ni disgusto, la nave de Morsamor llegó al fin al puerto de Melinda. La ciudad de este nombre era entonces populosa y estaba floreciente y rica. Era hijo su rey del que tan cortés y lealmente recibió a Vasco de Gama y le proporcionó piloto para llegar a Calecut con menos peligro.

Lo descompuesto y sin arte del ataque ponía en su poder a Pedro Carvallo; pero Morsamor, por eso mismo, consideraba más odioso dar sangriento término a la lucha con aquel energúmeno, ciego por el rencor y la soberbia. La lucha, no obstante, se iba prolongando demasiado.

No sólo para alcanzar los triunfos que se prometía, sino también para dejar de ver a las bayaderas, Morsamor anhelaba impaciente salir de Goa.

Y decidieron, por último, que Morsamor, sin perjuicio de mostrarse en la India, dando allí razón de quién era, debía volver a Lisboa, caminando siempre hacia Oriente y circunnavegando el mundo en que vivimos, cuya redondez resolvieron todos que era innegable.

Los que le tripulaban, no bien distinguieron la bandera de Portugal, trocaron su recelo en alegría y se pusieron al habla con los de la nave. Pronto el que mandaba el esquife fugitivo subió a bordo de la nave y llegó a la presencia de Morsamor.

Tal vez los que lean esta historia calificarán de inverosímil su carácter, pero a menudo parece inverosímil lo más verdadero. Morsamor carecía de vanidad y era todo orgullo. La envidia y los celos no entraban en su alma. Hasta la misma emulación tenía en ella poca cabida.

Palabra del Dia

vengado

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