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Y el pobre cura, que a la vez lloraba y reía, mirábame con enternecimiento, me pasaba la mano por la frente y me hablaba como a un pajarillo herido, cuyas quebradas alas hubiera querido curar con caricias y frases cariñosas. Vamos, Reina, vamos hijita querida, cálmate un poquito, cálmate me dijo separándome con dulzura. Tenéis razón respondíle, relegando el pañuelo al fondo de mi bolsillo.

Mirábame éste y miraba al santo, y tornaba á mirarme después con cierta expresión de complacencia, mientras yo contenía á duras penas la risa que me excitaba el fatalísimo gusto de mis primas, que habían hecho, con fervorosa y cándida intención, un ídolo chino de una de las imágenes más poéticas y sencillas de nuestro culto.

Mirábame con ojos donde chispeaba la gana de soltar una carcajada. Paré, pues, en firme la lengua, y más colorado que un pavo tosí tres o cuatro veces hasta reventar, supremo disimulo que hallé entonces, y le pregunté, afectando gran dominio de mismo, cuántos vasos había bebido ya. Entablamos una conversación indiferente. Sin embargo, a los pocos momentos ella misma volvió a sacar la otra.

Mirábame el cura con aire de reproche, y la señora de Lavalle paseaba sus miradas sobre los diversos objetos que yacían sobre el mantel, evidentemente con la tentación de tirarme con alguno a la cabeza.

Temblaba yo al apearme del caballo; estaba yo rojo como una guindilla, y las miradas de cuantos en aquel instante me veían se me antojaron hostiles y burlonas, particularmente las de cierto mancebo muy gallardo que conversaba con otros empleados a la puerta del «rayador». Mirábame de pies a cabeza, con cierta insistencia insolente y tenaz, como sorprendido de mi ridículo aspecto de colegial convertido en jinete.