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Actualizado: 18 de junio de 2025
Miguelina sacudió de un lado a otro la cabeza y levantó los hombros diciendo: Trabajo inútil, el inspector ha salido apenas ha acabado el almuerzo... ¡Ah! ¡no para un momento en su cuarto! Ayer se pasó la tarde en casa de la señora Liénard y pienso que hoy ha vuelto allá, pues le he visto que tomaba el camino de Rosalinda...
A favor de esa súbita claridad iba ahora coordinando Delaberge los pequeños detalles en que antes no se había atrevido a detener siquiera... Simón tenía ya veinticinco años y se cumplían ahora veintiséis desde que Delaberge y Miguelina se vieron por la última vez. Era esto, en efecto, una concordancia muy significativa.
Al hacerse servir en su cuarto el inspector general había creído que podría de este modo tener con la señora Miguelina una amistosa explicación que valiese por todas.
Se acercó un poco más a la hostelera y con su voz más afectuosa murmuró dulcemente: Vamos, Miguelina, ¿por qué no tiene usted confianza en mí?... Yo no soy ciertamente un extraño... Recuerde que en otros tiempos... Quiso tomarle amistosamente las manos y ella le rechazó con el gesto indignado de una mujer arrepentida a quien se tratase de inducir a nueva tentación.
Miguelina Princetot iba entonces hacia sus veintiocho años.
Mientras ella hablaba íbase oscureciendo la fisonomía de Simón, lo que no se escapó a las miradas de la señora Miguelina. Hacía tiempo que había leído ya en el fondo del corazón de su hijo y adivinó fácilmente que lo que a éste le disgustaba no era la ausencia del inspector general, sino la noticia de sus reiteradas visitas a Rosalinda.
Miguelina, a pesar de su aparente indiferencia de mojigata, devora con los ojos a su hijo, y éste siente por uno y otra un afecto que le encubre y disimula todos sus defectos.
Ciertamente que ha tenido gran suerte el Príncipe... Comenzó sin nada y hoy apenas sabe el dinero que posee; no tenía hijos y le cayó uno del cielo cuando menos se lo figuraba... ¿Lo conoce usted al hijo de la señora Miguelina? Sí replicó brevemente. Es un excelente muchacho.
Recordaba curiosas similitudes de gusto, la paridad de ciertas entonaciones, de ciertos gestos; comentaba también la conducta extraña, el espanto y las angustias de la señora Miguelina, y se extrañaba ahora de no haber sentido antes más viva inquietud.
Nada más que guardándome un pequeño recuerdo en su alma... murmuró Delaberge. Hubiera querido decir más y expresar con mayor viveza la ternura que subía de su corazón a sus labios, en este supremo momento de la despedida. Comprendía, empero, la fatal necesidad que le condenaba a reprimir un sentimiento que hubiera parecido sospechoso al hijo de Miguelina.
Palabra del Dia
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