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Bien lo probó allá en Poitiers, cuando batallamos por dos días sin más alimento que unos mendrugos de pan y unos tragos de agua cenagosa; y todavía recuerdo cómo se lanzó en lo más recio del combate y de un solo tajo hizo rodar por tierra la cabeza de un brillante caballero picardo.

Comía, recogía los mendrugos de pan que quedaban sobre la mesa, un poco de azúcar y otros desperdicios, se los metía en un bolsillo y echaba a correr. Algunas noches entraba en su hogar gritando: ¡A ver! ¡a ver! las zapatillas y el frasco del anís, que hoy velo a don Santos.

Si no ha sido el tiempo breve que estuvimos en casa de don Diego de Miranda, y la jira que tuve con la espuma que saqué de las ollas de Camacho, y lo que comí y bebí y dormí en casa de Basilio, todo el otro tiempo he dormido en la dura tierra, al cielo abierto, sujeto a lo que dicen inclemencias del cielo, sustentándome con rajas de queso y mendrugos de pan, y bebiendo aguas, ya de arroyos, ya de fuentes, de las que encontramos por esos andurriales donde andamos.

Aun arañas no había en él; conjuraba los ratones, de miedo que no le royesen algunos mendrugos que guardaba; la cama tenía en el suelo, y dormía siempre de un lado, por no gastar las sábanas; al fin, era archipobre y protomiseria.

No se atrevía a darles «otras cosas» que gustaban a aquellos animaluchos, capaces de tragarse a su propia madre; tenía demasiada conciencia para eso. Entusiasmábase al detallar las abundancias que la rodeaban. Pan, a montones; había día que llenaba de mendrugos dos talegos, y hasta las gallinas, hartas, no querían más. Por las mañanas, al levantarse, el rico café.

El más joven de ellos, un chico de diez y seis años, al verle con la bandeja colmada y dispuesto a marcharse, se fué por detrás, y dándole un manotazo hizo saltar todos los mendrugos, que cayeron esparcidos por el suelo.

Esta pobre mujer tenía gran apego á la casa, cuyas barreduras había recogido diariamente durante luengos años; tuvo en gran estimación á Doña Silvia, la cual nunca quiso dar á nadie más que á ella los huesos, mendrugos y piltrafas sobrantes, y amaba entrañablemente á los niños, principalmente á Valentín, delante de quien se prosternaba con admiración supersticiosa.

Caminó muchos días, de sol a sol, bebiendo de bruces en los arroyos y comiendo los mendrugos que le daban los labradores. Más de un compasivo caminante le ofreció llevarle en el anca de su cabalgadura; pero él sonreía santamente y marcaba en el polvo con más fuerza la huella de sus sandalias. Dormía en el corral de las ventas o al borde de los caminos, donde le tomaba la noche.

Batiste apenas comió, ocupado en contemplar la voracidad de los suyos. Batistet, el hijo mayor, hasta se apoderaba con fingida distracción de los mendrugos de los pequeños. A Roseta, el miedo le daba un apetito feroz. Nunca como entonces comprendió Batiste la carga que pesaba sobre sus espaldas.

Sentámonos nosotros, y yo, que vi el negocio mal parado, y que mis tripas pedían justicia, como más sano y más fuerte que los otros, arremetí al plato, como arremetieron todos, y emboquéme de tres mendrugos los dos y el un pellejo. Comenzaron los otros a gruñir; al ruido entró Cabra diciendo: "Coman como hermanos, pues Dios les da con qué; no riñan, que para todos hay."