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Mis padres no nos enseñaron oficio alguno, y así, nos es forzoso que remitamos a la industria lo que habíamos de remitir a las manos si tuviéramos oficio.

En la madrugada habíamos salido de Orán, y a mediodía, estando a la altura de Cartagena, vimos en el horizonte una nubecilla negra, y al poco rato un vapor que todos conocimos. Mejor hubiéramos visto asomar una tormenta. Era el cañonero de Alicante. Soplaba buen viento. Íbamos en popa, con toda la gran vela de frente y el foque tendido.

Al separarse estos del joven sacerdote, preguntó la mujer al marido: ¿Qué te parece? Muy joven, contestó el duque; pero no habíamos de estar más tiempo sin capellán, y cuando el obispo le recomienda, bueno será. ¡Capellán! Este era el puesto que había de desempeñar. Nadie le había dicho todavía que era como un criado más en la cocina o un caballo nuevo en las cuadras, un simple artículo de lujo.

El pueblo, ó mejor dicho, la ciudad de Agaña, pues ciudad es por la gracia del Rey, que gloria haya, nuestro Sr. D. Felipe IV, no podía vernos, pues á más de tener entre ella y nosotros la isla de las Cabras, hay cerca de dos leguas del fondeadero, que lleva el nombre de San Luís de Apra, próximos al cual estábamos y en el que habíamos de anclar.

Esta ciudad, donde alternan pacíficamente aristocracia, clase media y pueblo, es una real república que los monarcas se han puesto por corona, y engarzadas en su inmenso circuito, guarda muestras diversas de toda clase de personas. La primera vez que D. Manuel Pez y yo fuimos a visitar a Bringas en su nuevo domicilio, nos perdimos en aquel dédalo donde ni él ni yo habíamos entrado nunca.

Si llegan a subir, les hacemos pedazos. Mi marido tomó aquella lanza vieja que tiene allí desde las tan famosas campañas, y poniéndose delante de nosotras en la escalera, nos arengó y dispuso cómo nos habíamos de colocar. ¡Ah, si llegan a subir esos perros! Yo era la más vieja de todas, y la más valiente, aunque me esté mal el decirlo.

El 18 de febrero recogió su ancla el gigantesco vapor Paraná á cuyo bordo habíamos ido todos los pasajeros reunidos en San-Thomas por las malas particulares de Cuba, Méjico, «Centro-Américael Pacífico, Nueva Granada y todas las Antillas. A las nueve de la mañana todo el mundo lanzó su grito de despedida, al empezar con alegría y confianza la segunda navegacion.

Sentíamos ya en las espaldas aquel fuego que más tarde había de hacernos el efecto de tener por medula espinal una barra de metal fundido. No habíamos probado cosa alguna desde la noche anterior, y una parte del ejército ni aun en la noche anterior había comido nada.

Á los 6 comenzaron á batir con seis piezas de artillería el lienzo de la puerta del castillo, desde la misma puerta hasta el turrión de la mano derecha, donde teníamos las municiones, porque no pretendían hacer otro, sino quitárnoslas. Nosotros trabajamos en repararlas y mudarlas donde estuviesen en seguridad. Mudaban luego la batería donde sabían que las habíamos puesto.

Aún no habíamos hablado entre las dos, sosegadamente, del suceso que a aquella situación nos había traído; todavía estaba por aclarar qué había de falso y qué de cierto en el contenido del infame papel, y cuál fuera la verdadera importancia de lo último a los ojos de un público avezado a no asombrarse de faltas mucho mayores...