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Actualizado: 5 de junio de 2025


Nace de aquí el escasísimo interés que la mayor parte de estas novelas despiertan y el tedio que a la larga causan, como que carecen, en realidad, de principio y de fin, y de medio también, reduciéndose a una serie de escenas mejor o peor engarzadas, pero siempre de observación externa y superficial, siendo para el autor un arca cerrada el mundo de los misterios psicológicos, ya que fuera demasiada indulgencia aplicar tal nombre a los actos ciegos y bestiales de individuos en quienes la estupidez ingénita o los hábitos viciosos, llegados a la extrema depravación, han borrado casi del todo el carácter de seres racionales.

La muchacha, sobrecogida, se replegó a un extremo del gabinete, y doña Rebeca, que acudió a saltitos menudos, se llevó las manos a la cabeza y empezó a lamentarse con agudas exclamaciones, engarzadas en su sarta habitual de refranes y agravios. ¡Cría cuervos y te sacarán los ojos!... Esta ingrata se quiere quitar el luto de mi pobre hermano.

Vamos en seguida, Baldomero; háganos poner estas cosas en el break. Y diga, don Lorenzo, ¿por qué no le hablan a don Melchor?... puede que cambie. Es inútil, Baldomero, él ha visto perfectamente que nos vamos y no nos ha dicho ni una palabra... ¡Cómo ha de ser!... ¡Hágalo por los viejos! dijo Baldomero dejando caer unas lágrimas que quedaron como engarzadas en las puntas de su barba entrecana.

La noche de la tertulia a que asistió por primera vez el Vizconde de Goivoformoso, la mayor de las señoritas de Pinto, que se llamaba Julia, tenía un collar de brillantes coleópteros, cuyos élitros, heridos por la luz de lámparas y bujías, lanzaban deslumbradores y tornasolados reflejos; y la segunda, que se llamaba Flora, llevaba zarcillos y collar de uñas de tigre, muy lustrosas y acicaladas, engarzadas en oro.

Esta ciudad, donde alternan pacíficamente aristocracia, clase media y pueblo, es una real república que los monarcas se han puesto por corona, y engarzadas en su inmenso circuito, guarda muestras diversas de toda clase de personas. La primera vez que D. Manuel Pez y yo fuimos a visitar a Bringas en su nuevo domicilio, nos perdimos en aquel dédalo donde ni él ni yo habíamos entrado nunca.

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