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Estoy en Saint-Point, en casa de mi hijo; leemos en familia, a Fenelón: dado el estado de nuestros espíritus, no pueden leerse otros libros que los que hablan de lo divino; todos los demás resultan vanos e insuficientes... ¿Qué haría yo sin mi Sofía? Ella se afana para llenar el vacío que han dejado las que se fueron.

Subió después a la biblioteca, donde un clérigo, hermano de su abuelo, que pasó por sabio en vida, había dejado gran copia de libros, y comenzó a devorarlos. Leyó a Platón, a Descartes, a Santo Tomás, a Fenelón, etc. Se hizo sabio. Pero al entrar la luz de la ciencia en su espíritu, también se deslizó la duda. ¡Qué tormentos tan crueles le causó!

La viuda de Fenelón llegó a la hora de costumbre, y a poco subió el mozo de la botica con la bandeja de dulces que mandaba Ballester. No tardaron en presentarse el señor y la señora del tercero de la derecha.

Por este pasaje se ve con toda claridad que Fenelon estaba muy lejos de imaginar un Dios compuesto, un Dios con partes: repetidas veces, y en pocas líneas, lo niega terminantemente, como era de esperar de su alta penetracion, y pureza de doctrinas. Pero esto, que deja en salvo la rectitud de intencion, no satisface las condiciones de la exactitud filosófica.

No exceptúo ni á Bossuet, ni á Fenelon, ni á Condillac, ni á Bordaloue, ni al severo y tajante Rousseau. No hablo de un hombre muy extraordinario y muy célebre; un hombre que ha logrado más fama que todo un pueblo; no hablo de Voltaire.

Nos casamos... ¿Pues creerás que al mes de casados, viene el primo a Madrid y empieza a hacerme la corte por lo fino?». Fortunata parecía que estaba oyendo leer el relato más novelesco, según el interés y asombro que mostraba. «Pues verás. Fenelón era un bendito; de estos que juzgan a todo el mundo por mismos, y que no ven el mal aunque se lo cuelguen de la nariz.

Había aprendido la viuda de Fenelón cuanto hay que saber en lo concerniente al ramo de ropa blanca; estaba fuerte en contabilidad; tenía nociones claras del orden económico y del régimen a que debe sujetarse un negocio bien montado, y hablaba el francés a la perfección.

Así iba yo en mi cab al salir del club de Picadilly... sólo que mi cab corría como una exhalación y estos carruajes andan poco y parece que se deshacen sobre los adoquines. ¡Y cómo se me refrescan las memorias...! Parece que estoy mirando a aquella prójima que se me apareció una noche en Haymarket, al salir de aquel Bar... ¡No me ha ocurrido otra...! ¡Y cómo se parecía a esta tonta de Aurora Fenelón!

Me quedé... ¡ay!, no te quiero decir nada. ¿Y tu marido estaba contigo? No; ese es el caso. Fenelón había ido a París a hacer compras. En París estaba Moreno, le vio... y chitito callando se fue a Royan, sabiendo que me cogía sola y descuidada.

Sólo faltaba Aurora, a quien Fortunata esperaba con ansia, y siempre que sentía pasos en la escalera, iba a la puerta para abrirle antes de que llamase. Por fin llegó la viuda de Fenelón, fatigadísima. Los encargos en aquel mes eran considerables; las bodas aristocráticas menudeaban, y la pobre Aurora no podía desenvolverse.