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Actualizado: 9 de junio de 2025
«Huyo de mi deshonra, en vez de lavar la afrenta, huyo de ella... esto no tiene nombre, ¡oh!... sí lo tiene...». Y ¡zas! el nombre que tenía aquello, según Quintanar, estallaba como un cohete de dinamita en el cerebro del pobre viejo. «¡Soy un tal, soy un tal!» y se lo decía a sí mismo con todas sus letras, y tan alto que le parecía imposible que no le oyeran todos los presentes.
Sí, bien merecía aquel hijo de las entrañas que se le arrancasen aquellas espinas del alma. ¡Había sido tan buen hijo! ¡Había sido tan hábil para conservar y engrandecer el prestigio que le disputaban!». Desde que doña Paula vio que «no estallaba un escándalo», que don Fermín mostraba discreción y cautela incomparables en sus extrañas relaciones con la Regenta, se lo perdonó todo y dejó de molestarle con sus amonestaciones.
Singularmente al llegar la primavera menudeaban las dolencias de carácter inflamatorio, y cada apoplegía que estallaba era un súbito escopetazo que se llevaba un fraile al sepulcro, sin darle cinco minutos para rezar un Padre Nuestro.
Cuando supo de lo que se trataba, por boca de Foja, tuvo que levantarse para ocultar la emoción. Sintió que la hebilla del chaleco estallaba en su espalda.
Será la próxima vez decía para consolarse al partir sin el hijo de su sobrino. Y pasados unos meses reaparecía, cada vez más grande, más feo, más curtido, con una sonrisa silenciosa que estallaba en palabras ante Ulises, lo mismo que una nube tempestuosa estalla en truenos. A la vuelta de un viaje al mar Negro, doña Cristina anunció á su hijo: Tu tío ha muerto.
¡Mamá! ¡Mamá!... Un coro de voces infantiles estallaba en el interior de la casa, como si implorase socorro. ¡Callad, demonios! Dejadme en paz. Es imposible tener un rato de tranquilidad en esta casa. Y después de imponer silencio con voz amenazante, Eva reanudaba el curso de sus meditaciones.
La maternidad apasionada y ruidosa de la hembra popular estallaba con fieros arrebatos a la vista de los pequeños. Los besos parecían mordiscos; las caras de los asilados se enrojecían con los violentos restregones; muchos se echaban atrás, como temerosos de la primera efusión.
Los que estaban más lejos, espantados por el fenómeno, arrojaban las armas y se despojaban de sus bolsas de municiones, viendo en el propio equipo militar un peligro de muerte. Los oficiales, impulsados por el orgullo profesional, gritaban: «¡Adelante!», pero el revólver estallaba en su diestra, llevándoles la mano y el brazo.
No teniendo ocasión de hacerlo, el párroco aliviaba su corazón administrando un par de ellas en el trasero a cualquier monaguillo que tropezaba en su camino. Y las voces argentinas del coro salían a intervalos por las ventanas de la casa, despertando en la multitud un entusiasmo sin límites, que estallaba en aplausos y en hurras.
Tanto andar aquella mañana, y sin resultado, abatió su ánimo; además, no había probado bocado y sentía un amargor en la boca y un desfallecimiento en el estómago... ¡Pero buenos eran los momentos para pensar en cuestiones de bucólica! aunque de bucólica se trataba, la más grave y pavorosa de las cuestiones... La Bolsa presentaba un aspecto imponente; un rumor inmenso llenaba el vasto local, como huracán que ruge en la selva, y la atmósfera parecía cargada de tanta electricidad, que era inminente el incendio, si estallaba la chispa.
Palabra del Dia
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