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Actualizado: 22 de julio de 2025
Emma, en vez de levantar a su marido de la postrada actitud, después de dar un grito, como los que daba al entrar en su baño de agua tibia, fue doblándose, doblándose, hasta quedar con la boca al nivel de la boca de Bonis; con ambas manos le agarró las barbas, le echó hacia atrás la cabeza, y, como si los labios del otro fuesen oído, arrimando a ellos los dientes, dijo como quien hablando bajo quisiera dar voces: ¡Júrame que no me la pegas!
Marcharía sin despedirse de Emma, sin ver a su hijo, para que no le faltase valor ni su mujer tuviera tiempo de torcer aquella resolución irrevocable. «Yo no sé una palabra de foros, ni de caserías a medias, ni de aparcerías, ni de números, ni de fábricas; pero he de tener voluntad en adelante; y he dicho que iría mañana, y primero falta el sol. Iré.
Más que el amor mismo, con otra clase de amor nuevo.... menos egoísta, nada egoísta... ¡qué sabía él!». Tuvo que apoyar la cabeza en la madera fría del quicio y volverla hacia el gabinete, porque los ojos se le oscurecían, llenos de lágrimas, y no quería que nadie le viese llorar. «Bueno sería pensó mientras se iba serenando , que ahora me preguntase Emma, por ejemplo: ¿Por qué lloras, badulaque?
Sí, Emma pensaba así, sin darse cuenta de lo que hacía: «Antes otro marido». El después que vagamente esperaba y que entreveía, no era el adulterio, era... tal vez la muerte del primer esposo, una segunda boda a que se creía con derecho. El primer marido pareció a los dos años de vivir libre Emma. Fue un americano nada joven, tosco, enfermizo, taciturno, beato.
En fin, que nos citamos para esta su casa a las diez de la noche, y a las diez y cuarto estaba aquí D. Juan Nepomuceno con seis mil reales en plata. Esta es la historia. ¡Aquella era la historia!, pensó Reyes desde el abismo de su postración. Estaba aturdido, se sentía aniquilado. El tío lo sabía todo... y ¡había pagado! ¿Y Emma?
Más era: en interés de la ruinosa casa Valcárcel, que por lo visto iba a menos por culpa de los despilfarros de Emma y los gastos secretos de su marido, debía Nepomuceno poner aquel todavía sano capital a parir, a producir algo más que el irrisorio tanto por ciento de la renta territorial. Tanto foro, tanta casería atómica, eran cosa ridícula. ¡Sursum corda! ¡All right! ¡Desenmoheceos!
Ensimismado en su terror, vuelta la cara hacia el fondo del palco, Bonis no pudo notar por qué Emma no insistía en sus cuchufletas, si lo eran aquellas preguntas al parecer capciosas.
A las diez despertó Emma, se acordó de todo, sonrió como una gata lo haría si pudiera, y dio a su marido un puntapié en la espinilla, diciendo: Bonis, levántate, que va a venir Eufemia. Eufemia era la doncella que debía traerla el chocolate a Emma a las diez y cuarto en punto. No quería que la chica se enterase de que el matrimonio había dormido de aquella manera.
Emma gozaba también, sin darse cuenta clara de ello, creyéndolo vagamente; saboreaba aquel holocausto de amor problemático con la incertidumbre de una música lejana que ya suena, no se sabe si en la aprensión o en el oído.
D. Juan clavó una mirada puntiaguda en los ojos claros... y turbados de su afín; adivinó algo, echó sus cuentas en un segundo, y, tomando dos montones de plata, se los puso entre los dedos al pasmado Reyes, sin decir más que: Tome usted; son mil justos. Bueno, gracias. Mañana mismo.... Eso... allá usted. Y que Emma no sepa.... Por ahora no hace falta que sepa nada. ¿Cómo por ahora?
Palabra del Dia
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