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Actualizado: 15 de junio de 2025


EL JUEZ. ¡Evidentemente, usted se dejó engañar por las apariencias...! ELOY. Fuimos a comer al restaurante Duval para acabar nuestra conversación; el miserable Chabornac me hacía beber, mientras que yo multiplicaba los sabios consejos a la rapaza; ésta estaba sentada a mi lado; me contemplaba con sus grandes ojos y murmuraba: «¡Qué bien habla usted...! Habla como mi confesor.

Rafaela no se lo podía ni se lo quería decir a Madame Duval, por juzgar sobrado sublime su secreto para hacer partícipe de él a tan vulgar personaje. Ni podía ni quería tampoco confesarle al Padre García, por considerar su secreto profano y por no ver en él culpa acompañada de arrepentimiento. Rafaela, no obstante, sentía la necesidad de desahogar con alguien su corazón, hablando de sus penas.

Sin duda tiene nuevo galán y con él es con quien me amenaza. Yo me río. Morirá a mis manos como Arturito ha muerto. Sosiéguese usted dijo Madame Duval con mucho reposo . No es amenaza sino aviso lo que da mi señora. Ella dista mucho de tener nuevo galán. Créame usted. Hablo sinceramente. Mi señora se ha entrado por la devoción y lleva camino de ser una santa.

Todo lo había dejado bien dispuesto, sin olvidar pormenores. Lucía quedaba por principal heredera, pero había cuantiosos legados para varios establecimientos de beneficencia en Andalucía, para madame Duval, la mucamba y los demás criados.

No tenía gana tampoco de recibir al gaucho para despedirle y para tener con él una escena violenta y acaso trágica. Se valió, pues, de Madame Duval como mensajera. La instruyó detenidamente en todo cuanto había de decir: en la resolución que había tomado de seguir nueva vida, en sus remordimientos y en su firme propósito de no reanudar con él las pasadas relaciones y de no recibirle en secreto.

A esto replicó Rafaela, que pecar era detestable medio de prevenir el pecado; le aseguró que velaría sobre él para que no se extraviase, y reiterándole repetidas veces la seguridad y la promesa de que aún le amaba con la amistad más pura, y de que seguiría amándole siempre, se quejó de dolor de cabeza, dijo que necesitaba estar sola y hasta le empujó con maternal familiaridad para que se largase, llamando a Madame Duval, a fin de que le acompañara hasta la misma puerta del hotel.

Al salir dimos la targeta al contralor, cuyo oficio consiste en darlas en blanco, y recibirlas con el sello encarnado; penetramos á duras penas á través de la gente que entraba, y, quede aquí escrito en gloria de Duval, amo del establecimiento, esta comida ha sido la menos repugnante á nuestro gusto, por ser la que menos repugna á la cocina española.

Después de separarme de él, estuve en Granada, Córdoba, Madrid, Toledo, Burgos y otros puntos, visitando los monumentos en compañía de Madame Duval, que detestaba las antiguallas y suspiraba por los boulevards de París. Allí fui por último, y pronto me instalé comprando muebles y poniendo casa.

Ahora bien; la señorita Dora, al recibir el anónimo, no se ha espantado ni ha intentado torturar a su prometido exigiéndole que se lo confiese todo. Ha releído la carta sin firma: «Su prometido tiene una querida, que vive en la calle Molitor, número 26, y que se gana la vida dando lecciones de arte industrial; se llama Julia Duval. Trátase de una buena muchacha, víctima de un impostor.

Luego sube a casa de la señorita Duval, que vive en un sexto piso; llama, y sale a abrirle una señora anciana. DORA. ¿La señorita Duval...? LA SE

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