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Los dos esposos, casados el día antes, dormían sin duda el primer sueño de su tranquilo amor, no turbado aún por ninguna pena. No pude menos de traer a la memoria las escenas de aquellos lejanos días en que ella y yo jugábamos juntos. Para , era Rosita entonces lo primero del mundo.

No era frío, era miedo. ¿Qué diría el viejo si estuviera allí? Sus pies tocaban la barraca, y al pensar que tras aquella pared de barro dormían Pepeta y los chiquitines, sin otra defensa que sus brazos, y en los que querían robar, el pobre hombre se sintió otra vez fiera. Vibró el espacio, como si lejos, muy lejos, hablase desde lo alto la voz de un chantre. Era la campana del Miguelete.

La casa constaba de tres piezas y un desván. Era la primera, a más de comedor y sala, alcoba de los Centenos mayores. En la segunda dormían las dos señoritas, que eran ya mujeres, y se llamaban la Mariuca y la Pepina.

Las aguas del Ausente dormían su sueño profundo, quietas, inmóviles como el día en que Dios las vertió en aquella inmensa pila de granito. No siempre estaban así. Alguna vez, de tarde en tarde, solían despertar y esperezarse como un monstruo, con terribles sacudidas, lanzando su baba espumosa á las paredes que lo guardaban prisionero.

¿Qué es esto? dijo don Juan , ¿nos habremos equivocado de puerta ó se habrá arrepentido doña Clara? No; sino que aquí también hace sueño, ¡ya se ve! ¡es tan tarde! Y Quevedo bostezó y llamó por segunda vez. ¿Quién llama? dijo tras el postigo una soñolienta voz de mujer. ¿No os lo dije? dormían contestó Quevedo ; ¿pero qué hacéis que no contestáis? ¿Quién es? dijo la voz de adentro más despierta.

Un año hizo una espléndida novena a San Francisco, a la cual acudió toda Vetusta edificada, como decía Bermúdez. Después que Bedoya salía del Casino, pasando sin ser visto de los porteros, que dormían suavemente, no quedaban allí más socios que ocho o diez trasnochadores jurados. Pocos y siempre los mismos.

A pesar de la amenidad de tales conversaciones, el grupo de venerables ancianos, con los que sólo había un joven y éste calvo, prefería al más grato palique el silencio; y a él se consagraba principalmente aquella especie de siesta que dormían despiertos. Casi siempre callaban.

En aquella estancia dormían años atrás, en la cama dorada de Anita, él y ella, amantes esposos. Pero... habían coincidido en una idea. A ella la molestaba él con sus madrugones de cazador; a él le molestaba ella porque le hacía sacrificarse y madrugar menos de lo que debía, por no despertarla. Además, los pájaros estaban en una especie de destierro, muy lejos del amo.

Silencio lúgubre, no interrumpido por ruido alguno, reinaba en la casa. Parecía que todos dormían: él tan sólo velaba sin duda; y saliendo al corredor, donde le causaba algún alivio el aire fresco de la noche, se paseó allí mucho tiempo. Dieron las nueve, las diez, las once.

Entonces los traviesos y regocijados amores que en mi seno dormían se despertaron en tumulto y se pusieron a tocar diana, como si saliese para ellos la aurora de un nuevo día, con cuyo anuncio querían levantar y alborozar mis sentidos y potencias. En mi pensamiento ya no podía yo estar más rendida ni ser de nuevo más tuya.