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Actualizado: 3 de junio de 2025
Los dos años siguientes transcurrieron para Lubimoff como en una pesadilla. ¿Qué mundo era éste?... Sus antiguas amistades desaparecían. Algunas de las mujeres frívolas que habían amenizado su existencia contemplaban los acontecimientos con una tranquilidad inconsciente; pero otras se mostraban abnegadas y heroicas, olvidando sus actos anteriores, sintiendo formarse dentro de ellas un alma nueva.
Los menestrales desaparecían, tragados por los ejércitos, y las ciudades se llenaban de inválidos y veteranos arrastrando la roñosa tizona, única prueba de la valía personal.
Durante su paseo al través de los bosques de Carboneras, Delaberge pudo fácilmente comprobar la exactitud de las observaciones hechas por la señora Liénard. Las tierras que se quería ahora dar a los usuarios de Val-Clavin, no estaban unidas al pueblo sino por antiguos caminos todos ellos en muy mal estado y que a trechos desaparecían del todo.
Estas reflexiones hacía yo viendo cómo desaparecían los cuerpos de aquellos ilustres guerreros, un día antes llenos de vida, gloria de su patria y encanto de sus familias. Los marineros muertos eran arrojados con menos ceremonia: la Ordenanza manda que se les envuelva en el coy ; pero en aquella ocasión no había tiempo para entretenerse en cumplir la Ordenanza.
Era el anhelo de resarcirse en un momento de la dolorosa abstinencia maternal, de aquella amputación del más noble de los instintos impuesta por la miseria. La formación de los asilados desbaratábase instantáneamente. Los grises uniformes desaparecían ahogados en el remolino de los grupos.
Toda la villa semejaba una inmensa mudanza: de los chalets, desalquilados ya, desaparecían los adornos y balconadas, para evitar que los pudriesen las lluvias; en las calles se amontonaban la cal, el ladrillo para las obras de albañilería, que nadie osaba emprender en verano por no ensuciar las pulcras avenidas.
Poco después ya no la nombraron. ¡Eran tan frecuentes los heroísmos! ¡Desaparecían diariamente tantos nombres conocidos!... Detrás de la línea de combate, en un hospital instalado en un castillo ruinoso, encontré meses después á la última virgen loca. No la hubiese reconocido.
Movía la pierna con dificultad; una metálica sequedad de garganta, seguida de sed quemante, le arrancó un nuevo juramento. Llegó por fin al rancho, y se echó de brazos sobre la rueda de un trapiche. Los dos puntitos violeta desaparecían ahora en la monstruosa hinchazón del pie entero. La piel parecía adelgazada y a punto de ceder, de tensa.
Los capataces recién llegados de Europa parecían asombrados. ¿Y aún dicen que los indios son perezosos?... Pero al cobrar el jornal de la semana desaparecían, y sus protectores y admiradores los esperaban en vano todo el lunes siguiente. Sólo cuando quedaba consumido el último centavo en las tabernas donde hay acordeón y baile, pensaban en reanudar el maldecido trabajo.
En la zamarreta del cura veíanse diversos cintajos que manifestaban sus grados y condecoraciones. El sable le arrastraba por el suelo, sonando a pandereta rota. Las botas desaparecían bajo salpicaduras de fango; las pistolas eran negras como la zamarra, y las manos de color de hierro viejo. Por donde quiera que iba el guerrero, difundía en torno suyo un complejo olor a pólvora, a cuadra y a vino.
Palabra del Dia
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