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Actualizado: 2 de septiembre de 2025


Innumerables transeúntes discurrían por ellas, entrando y saliendo de sus bazares a cuyas puertas pendían ricos damascos y tapices. En todas partes se alzaban suntuosos palacios, más bellos y suntuosos por dentro que por fuera: en todas partes bosques y jardines públicos donde sus felices moradores se solazaban con el aroma del azahar, del cinamomo y almoraduj.

Anton García, T. de seda 1514 Alonso Nuñez, T. de raso 1534 Hernando Dávila, T. de tocas idem Juan del Castillo, T. de damascos idem Alonso de Carvajal, Cristóbal Alameda y Bartolomé Barrasa, Ts. de terciopelo idem Antón Ramirez T. de oro y sedas idem Virgilio Ximénez, T. de mantos idem Juan de Illescas, T. de oro tirado idem Lucas Sánchez, T. de randas 1548 Pedro de Espinosa, T. de terciopelo 1555 Juan de Arva y Manuel Fernándel, Ts. de tafetán 1575 Diego de Lara, T. de buratos idem Diego de Agüero y Diego de la Cruz, Ts. de brocados 1576 Francisco Pérez de Morales, T. de damasco y terciopelo. 1598

Aun hemos alcanzado á ver muestras de rasos, tafetanes y damascos del primero de ellos, que con razon fueron premiados en Exposiciones extranjeras y del segundo conservamos parte de su muestrario de tisues, lama de plata y de algunas sederías con dibujos de colores y otras en que se emplearon unidas la seda y el terciopelo. De la fábrica del Sr.

Entonces, Beatriz, cogiendo y desplegando aquella prenda olorosa y encintada, cerró, tras , los damascos amarillos que pendían del sobrecielo. Sus piernas, más fuertes que el resto de su persona, quedaron asomando por la abertura. Preciosos rapacejos de diamantes exornaban las ligas.

»Esta vez fui recibida en la sala, pieza triste y pobre, sin otro lujo que el aseo, el cual relucía hasta en los damascos descoloridos de los muebles. Apareció el matrimonio a los pocos momentos de estar yo aguardando. La mujer era el mismo espectro de la otra vez, pero sin la calceta, aunque no por eso me pareció menos terrible.

Entonces caía anonadado, sudoroso, sobre una poltrona y murmuraba en el silencio del cuarto, en donde las velas que ardían en los bruñidos candelabros de plata prestaban tonos sangrientos a los rojos damascos: ¡Es preciso matar a este muerto!

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