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Celebró el suceso, pasando indiferente sobre tu nombre. no existías ya para ella: no podía utilizarte... Yo lloré por ti, por tu hijo, al que no conocía, y también por , pensando en mi culpabilidad. Desde aquel día soy otra mujer... Luego vinimos á Barcelona, y he pasado meses y meses esperando este momento. La antigua pasión se reflejó en sus ojos.

No hay destino más espantoso que el de un desgraciado que oye afirmar violentamente su culpabilidad, que oye probarla, á quien se arroja en un calabozo y se pone en incomunicación, y que al oirse insultar en el despacho del juez de instrucción y en el banquillo, sufre en público la agonía moral y física del más atroz martirio y repite á los demás y á si mismo hasta volverse loco: ¡Soy inocente!

Ya afirmaba la culpabilidad de la mona del Padre Eterno, ya la negaba. «Daría yo cualquier cosa exclamaba invocando al Cielo , por saber esa verdad que ahora no saben más que Dios y ella, pues el tercero que la sabía se ha muerto. Lo sabrá también el confesor de Jacinta, si es que lo ha confesado. Pero nadie más, nadie más. Pues no qué daría yo por salir de la duda.

Basilio fué el único que ni aprobó asignaturas, ni fué suspendido, ni se marchó á Europa: continuó en la carcel de Bilibid, sometido cada tres días á interrogatorios, los mismos casi del principio, sin más novedad que la del cambio de jueces instructores, pues parecía que delante de tanta culpabilidad todos sucumbían ó huían horrorizados.

Pero esta justicia á su vez podria dar fallos demasiado absolutos; la justicia es una, y las circunstancias de los pueblos son muy diferentes. La justicia no considera mas que los grados de culpabilidad, y falla en consecuencia.

Convictos plenamente de tamaña culpabilidad, fueron todos destituidos en el acto. Division política.

Documentos escritos por ella misma, con una culpabilidad irrefutable, habían venido á unirse á su proceso, sin que nadie supiese de dónde eran enviados ni por quién. Cada vez que el juez instructor ponía ante los ojos de Freya una de estas pruebas, ella miraba á su abogado desesperadamente. ¡Son ellos! gemía . ¡Ellos, que desean mi muerte! El defensor era de la misma opinión.

Tratábala con afabilidad, hasta con mimo, lo mismo que a un niño enfermo, queriendo persuadirla a que no había perdido nada de su afecto. Mas esta amabilidad era tan humillante para ella, veíase detrás un hombre tan satisfecho, tan alegre de su culpabilidad, que la joven la rechazaba con aspereza: no lograba, por muchos esfuerzos que hacía, aparecer sensible a tal generosidad.

Y para replicó el médico, no hay mejor argumento en apoyo de mi tesis que esa misma indignación. Era para descargar su propia conciencia del peso que la aplastaba, por lo que arrojaba a tu madre todas las piedras que le caían bajo la mano. Lo que la empujaba era el miedo de su propia culpabilidad. ¿Y esa noble resolución de renunciamiento que había tomado pocos días antes?

La pacífica solución del «lance personal» dejaba sin embargo en blanco el problema de la culpabilidad del capitán Pérez. ¿Era traidor? ¿No era traidor?... Tal era el dilema que corría en todas las bocas. Unos se declaraban por la culpabilidad del capitán Pérez, otros por su inocencia. Y las discusiones violentas y sutiles arreciaban como en las grandes crisis políticas.