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La tarde era bella y tibia; el río estaba claro y sereno como un cristal, y cuando los caballos comenzaron a trotar por el camino de Palermo, mi compañero comenzó a reanimarse con el aire puro del campo y la tranquilidad de la tarde. El camino de la costa tiene cierto encanto poético de reminiscencias que los viejos no olvidan fácilmente.

Permítame que le mire un poco á través de mi lente, para verle con unas proporciones más racionales y justas, como si fuese un ser de mi especie. El dulce profesor contempló al gigante largo rato á través de una lenteja de cristal sacada de su toga, mientras tenía los anteojos subidos sobre la frente.

Al fin se detuvo y se calmó la ventolera aquélla; y recogiendo lo que antes había puesto sobre la mesa y colocándolo interinamente en las sillas inmediatas, levantó el ala que aquélla tenía libre y plegada, y no las dos, por no necesitarse para solo tanto espacio, según tuvo la bondad de advertirme; tendió sobre el tablero resultante un blanquísimo mantel; puso sobre éste una botella de vino, un cubierto de plata maciza y de anticuada forma, dos vasos de cristal, tres platos amontonados, una torta de pan, tibio todavía, según me dijo la complaciente señora, porque no hacía aún dos horas que había salido del horno del corral; un queso duro, de ovejas, y cosa de medio maquilero de nueces y avellanas.

Cuando el hambre no aprieta, suele desdeñar el abdomen; esto es plausible. Ron pasea por la caja, camina boca arriba por el cristal, se deja caer y cae de pie con suave movimiento elástico. De cuando en cuando se frota los ojos con los palpos, con gesto inteligentísimo. A las moscas las percibe a 12 centímetros de distancia.

En los muros, tapizados de un verde oscuro rameado de otro más claro, veíanse algunas cornucopias enormes con figurillas grabadas en el cristal. Un par de cuadros religiosos, de dudoso dibujo, ocupaban el testero principal, y bajo ellos, rodeado de taburetes cojos, había un sofá raído y destrozado por el roce continuo con pedigüeños impacientes o canónigos de gran peso.

El gitano, sobre el puente de su buque, completamente vestido de negro, con su gorro adornado de una pluma blanca, los brazos cruzados y montado sobre su caballito que llevaba una rica gualdrapa de púrpura, y cuyas crines, trenzadas de hilo de oro, caían formando globitos de cristal y de pedrería, sujetos con cintas de plata.

Comenzando a contar por los cubiertos y dos cucharones de plata de anticuada forma, una torta de pan «casero», ocho vasos de cristal verdoso y un botellón muy negro, todo cuanto había y fue apareciendo sobre la mesa era macizo y grande y abundante hasta lo increíble.

De mediana estatura, de una edad regular, como de cincuenta años, a mi juicio, con anteojos redondos, arcos de oro y grueso cristal de roca, a través de los cuales parecía guiñarnos como un profesor alemán, su aspecto general era el de un hombre serio y observador.

Sin pronunciar ni escuchar una palabra más, bajé corriendo la ancha escalera con su balaustrada de cristal, llamé a la puerta de la pieza que había sido reservada para la señora Percival, dime a conocer, y en el acto fui recibido.

De pie junto a él, con la mano izquierda en el bolsillo del pantalón, mascándose el bigote, dejaba caer miradas de crítico sobre el maravilloso cristal tan poblado de pelos como humana cabeza, en algunas partes cabelludo, en otras claro, en todas como recién afeitado, gomoso, pegajoso, con brillo semejante al de las perfumadas pringues de tocador. «Es una maravilla... ¡Qué manos!, ¡qué paciencia!