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No podía yo esperar, por consiguiente, que el influjo o el arrimo de sujetos aristocráticos viniese a prestarme como un reflejo de su valer. Creía yo y creo tener luz propia, digámoslo así, y que no la necesito prestada. No si aplaudirás o censurarás esta vanidad mía. Yo te confieso que la tengo para confesarte además que el Barón me aduló esta vanidad, sin artificio y por manera irresistible.

Ambos estuvieron callados un mediano rato. ¿Creía Jacinta aquellas cosas, o aparentaba creerlas como Sancho las bolas que D. Quijote le contó de la cueva de Montesinos? Lo último que Juan dijo fue esto: «Ahora juzga como te parezca bien lo que acabo de confesarte, y compara lo bueno que hay en ello con lo malo que habrá también. Yo me entrego a ti».

A despecho de nuestra prudencia y de nuestra ancianidad, he de confesarte que pecamos por un exceso de galantería, y siempre que aparece en nuestra tierra alguna dama extranjera de distinción y aficionada a saber, la recibimos con finísimas atenciones y hacemos cuanto está a nuestro alcance para ilustrarla.

«Después que leia la carta en que me decías que ibas a colocarte en la hacienda del señor Fernández me puse muy triste. ¿Por qué? ¡Dios lo sabe! Como eso es bueno para debía yo ponerme alegre, muy alegre, pues con ese destino ya no tendrás dificultades y tu vida será más tranquila; pero voy a confesarte una cosa, aunque te rías de .

Y como yo le hiciera un signo afirmativo, prosiguió conmovido: Yo he respetado hasta hoy la resolución de tu tío, pero debo confesarte que he sufrido al verte en casa de don Eleazar. Ese empleo no te corresponde, y lo que no me explico es cómo Ramón te ha colocado allí... Mi tía, usted sabe... , que lo gobierna como a un trompo; pero esa no es una razón para que te descuide.

Diógenes, cada vez más postrado, lloraba en silencio; el viejo, buscando a tientas la mano del enfermo, añadió apretándosela con todas sus escasas fuerzas: Porque querrás que yo lo vea... ¿No es verdad, Perico?... Querrás confesarte... ¡, padre..., quiero! ¡Con usted... Ahora mismo! exclamó Diógenes tendiendo los brazos hacia él, como un niño que llama a su madre.

Yo veía que ella se esforzaba en demostrarme que estaba mejor para causarme menos pena. Me retiré muy emocionado. He de confesarte que la señorita de Valency no gana nada al compararla con una mujer semejante.

Te amo con el amor más grande que puede abrigarse en corazón de mujer; como saben amar los pobres y los desgraciados. ¿Nunca te han contado las desdichas de mi vida? ¿Nunca? Pues si no las sabes, si tus tías no han querido referirte mi historia, óyela de mis labios. Acaso debí contártela antes de dar oídos a tu amor, antes de confesarte mi cariño.