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, Luis; ríe cuanto quieras; celosa desde hacía un año, en vista de sus amoríos y sus escándalos. Lo sabía todo; su vida entre bastidores, sus apasionamientos momentáneos y ruidosos por mujerzuelas que se le comían la fortuna; hasta le habían dicho que tenía hijos. ¿Podía permanecer tranquila? ¿No debía defender la posesión de su marido, que era lo único que tenía en el mundo?

Apenas trabajando día y noche podía juntar un par de pesetas. Mentalmente ajustaba sus cuentas: tanto en la plazuela, tanto en la tienda; no bastaba este dinero para salir de apuros, y eso que habían suprimido el café y el vino, y no comían mas que lo necesario por no perecer de hambre.

Rosarito y su novio se habían apoderado de un rincón y se comían con los ojos, diciéndose sólo de vez en cuando alguna palabra insignificante que la inflexión de la voz y el temblor de los labios hacían subir a la categoría de sentencia sublime. Sólo las viejas y algunas chicas que no habían logrado emparejarse, seguían charlando con las monjas.

Y las dos jóvenes lloraban desconsoladas, y se comían á besos al pobre hombre. A Montiño se le partía el corazón. ¡Pues señor! exclamó ¡no puedo! ¡yo me acostumbraré! Yo no me voy sino hecha pedazos dijo Luisa. Ni yo saldré si no me llevan atada exclamó Inés.

Aunque con menos estruendo que en la calle de Alcalá, vivía en grande en la del Barquillo. Se quedaba en casa una vez por semana, y otras dos comían con ella algunos amigos.

No me traigas pan alto, sino francés». Frente a Frasquito se sentaban dos que comían guisado, en un solo plato grande, ración de dos reales, y más allá, en el ángulo opuesto, un individuo que despachaba pausada y metódicamente una ración de caracoles.

Lo que entonces estalló no fue entusiasmo, sino delirio: el público quiso que se repitiera la canción, no por oírla, sino por ver nuevamente a Cristeta; y ésta, animada con aquel éxito personalísimo, cantó mejor y aún se movió con más libertad. Las mujeres pensaban mirándola: «¿Qué harán estas bribonas para ponerse tan guapasLos hombres se la comían con los ojos.

Don Juan de Villegas era un vizcaíno que frisaba en los treinta y cinco años, y que llegó a Lima en 1674 nombrado para un empleo de sesenta duros al mes, renta asaz mezquina aun para el puchero de una mujer y cuatro hijos, que comían más que un cáncer en el estómago.

Amaba la tranquila libertad del campo y pasaba los días bajo un emparrado adornado con guirnaldas de madreselvas, cultivando la amistad de los jilgueros que venían á cantar para ella, revoloteaban al alcance de su mano y comían miguitas de su merienda.

Asistían a todas las novenas, a todos los sermones, a todas las cofradías, y a todas las tertulias de buen tono. Comían dos o tres veces por semana fuera de casa. Lo más del tiempo lo empleaban en pagar visitas. Esta era la ocupación a que daban más importancia entre todas las de su atareada existencia.