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Actualizado: 4 de junio de 2025
Encendió luz, apartó de sí la colcha pesada y sus formas de Venus, algo flamenca, se revelaron exageradas bajo la manta de finísima lana de colores ceñida al cuerpo. La colcha quedó arrugada a los pies. Aquellos recuerdos de la niñez huyeron, pero la cólera que despertaron, a pesar de ser tan lejana, no se desvaneció con ellos.
Los cascos esparcidos semejaban pedazos de un cráneo, y el polvillo rojo del barro cocido que ensuciaba la colcha blanca pareciole al criminal manchas de sangre. Antes de pensar en borrar las huellas del estropicio, pensó en poner los cuartos en la hucha nueva, operación verificada con tanta precipitación que las piezas se atragantaban en la boca y algunas no querían pasar.
«Mátameles, sí... añadió la diabla, retorciéndose las manos . ¡Hijos ella!... En el infierno los tendrá...». Cayó desplomada sobre las almohadas, chocando la cabeza contra los hierros de la cama. Maxi alargó la mano y recogió el billete, que estaba aún sobre la colcha.
El rincón, allá contra la pared, es el cuarto de dormir de las muñequitas de loza, con su cama de la madre, de colcha de flores, y al lado una muñeca de traje rosado, en una silla roja: el tocador está entre la cama y la cuna, con su muñequita de trapo, tapada hasta la nariz, y el mosquitero encima: la mesa del tocador es una cajita de cartón castaño, y el espejo es de los buenos, de los que vende la señora pobre de la dulcería, a dos por un centavo.
Me ofreció la única silla, muy usada y no muy sólida, y se sentó ella en la cama, sin cortinas y cubierta con una colcha de flores azules muy descoloridas. Estos detalles se fijaron en mi mente por el contraste entre aquellas cosas miserables y la espléndida belleza y el brillo de juventud de aquella a quien servían de marco.
Jacinta tenía su mirada engarzada en los dibujos de la colcha. Su marido le tomó una mano y se la apretó mucho. Ella no decía más que «¡Pobre Pituso, pobre Juanín!». De repente una idea hirió su mente como un latigazo, sacándola de aquel abatimiento en que estaba. Era la convicción última que se revolvía furiosa en las agonías del vencimiento.
Lo mejor era envolver aquellos despojos sangrientos en un pañuelo y tirarlos en medio de la calle cuando saliera. ¿Y la sangre? Limpió la colcha como pudo, soplando el polvo. Después advirtió que su mano derecha y el puño de la camisa conservaban algunas señales, y se ocupó en borrarlas cuidadosamente. También la mano del almirez necesitó de un buen limpión. ¿Tendría algo en la ropa?
Palabra del Dia
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