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Actualizado: 20 de junio de 2025


Bonis estaba pálido, se le atragantaban las palabras, hacía pucheros, y su emoción, de apariencia ridícula, no les pareció tal por algunos momentos a los presentes, que sin gritar ni moverse siquiera, escuchaban al pobre hombre con interés, serios, pasmados de oír a un infeliz, a un botarate, algo que les llegaba muy adentro, que les halagaba y enternecía.

Si cruzaba con su mujer algunas palabras malsonantes, si castigaba con más o menos severidad a sus hijos, si andaba apurado de dinero, si salía por la noche a picos pardos, si se le atragantaban las ces en medio de dicción, diciendo reto y pato, en vez de recto y pacto, si comía con los dedos o se sonaba con ruido.

«¡El ateo! Aunque todos le tenían por inofensivo, creían los más en su maldad ingénita y en una misteriosa superioridad diabólica. Y aquel diablo, aquel malhechor se arrojaba a los pies del señor espiritual de Vetusta.... ¡Oh! ¡qué gran efecto teatral!... No, no sería él bobo, su madre tenía razón, había que sacar provecho.... Y después, aquello no era más que una preparación para otro triunfo más importante; ¿no se había dicho que hasta la Regenta le abandonaba? Pues ya se vería lo que iba a hacer la Regenta...». Don Fermín se ahogaba de placer, de orgullo; se le atragantaban las pasiones mientras don Pompeyo tosía, y entre esputo y esputo de flema decía con voz débil: Puede usted creer... señor Magistral... que ha sido un milagro esto... , un milagro.... He visto coros de ángeles, he pensado en el Niño Dios... metidito en su cuna... en el portal de Belem... y he sentido una ternura... así... como paternal... ¡qué yo!... ¡Eso es sublime, don Fermín... sublime.... Dios en una cuna... y yo ciego... que negaba!... pero dice usted bien.... Yo me he pasado la vida pensando en Dios, hablando de

Los cascos esparcidos semejaban pedazos de un cráneo, y el polvillo rojo del barro cocido que ensuciaba la colcha blanca pareciole al criminal manchas de sangre. Antes de pensar en borrar las huellas del estropicio, pensó en poner los cuartos en la hucha nueva, operación verificada con tanta precipitación que las piezas se atragantaban en la boca y algunas no querían pasar.

Aquel prelado casi infantil no podía ser otro que César Borgia, nombrado arzobispo de Valencia, por su padre el Papa, cuando tenía diez y seis años. Un día que estuviesen libres examinarían con detenimiento el retrato... Y Ulises, bajando la cabeza, sintió que se le atragantaban los bocados.

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