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Más se consigue con el cariño, que con los azotes dijo Agapo acordándose de los sopapos y tundas de su niñez. Pues éste no echará de menos los mimos... Se oyó sonar la escalera del patinillo. Aquí le tenemos murmuró misia Casilda poniéndose muy seria. Quilito entró, con un cigarro en la boca. ¡Hola! ¡tanto bueno por acá!

Almorzaron con tranquilidad, y después de haber pasado un rato jugando con el niño mientras fumaba un cigarro, tomó el sombrero y salió como de costumbre. Se hallaba perfectamente tranquilo.

Todo indio dijo mi amigo encendiendo un cigarro, tiene derechos y deberes con relación al Estado y á la provincia en que vive, estando entre los deberes el de trabajar cuarenta días dentro del año, en la jurisdicción de su pueblo. De este trabajo están exceptuados los privilegiados por sangre, por inutilidad ó por edad.

Nunca había tenido tan presentes los días en que Maldonado visitaba la casa. Castro acogió esta prueba de interés con indiferencia. Pensé que no hacía tantos días.... ¡Cómo se pasa el tiempo! añadió profundamente. ¡Claro! A usted se le pasa volando, lejos de nosotros. El joven sonrió bondadosamente y pidió permiso para encender un cigarro.

En el bulevar de los Italianos, a donde llegó sin saber cómo, le cerraron el paso tres antiguos amigos, alegres camaradas de su vida de soltero que con el cigarro en la boca y las manos en los bolsillos revelaban bien a las claras hallarse en ese estado de expansiva animación que raya en la embriaguez.

Vamos a ver si aún está esa gente en el café y quiere jugar unos chapósSacó un magnífico cigarro habano de la petaca, lo encendió, y chupándolo voluptuosamente, se fué acercando, poco a poco, al café de la Marina. Casi a la misma hora pasaba en casa de Belinchón una escena triste.

Durante el día, cuando el sol caldeaba la tierra inflamando las blancuzcas pendientes de Marchamalo, Luis dormitaba bajo las arcadas de la casa, con una botella junto a él, destilando frescura, y tendiendo de vez en cuando su cigarro al Chivo para que lo encendiese.

Eran dos tentaciones que suelen andar aisladas y que se habían unido, dos vicios que formaban alianza ofensiva, la mujer y el cigarro íntimamente enlazados y comunicándose encanto y prestigio para trastornar una cabeza masculina. El día espiraba tranquilamente en aquella alameda, que en hora y estación semejante era casi un desierto.

Martin Aristorenas se encogió pálido y tembleoroso, y el chino Quiroga que había escuchado con mucha atencion el razonamiento, con mucha deferencia ofreció al filósofo un magnífico cigarro y le preguntó con su voz acariciadora: Sigulo, puele contalata aliendo galela con Kilisto, ¿ja? Cuando mia muele, mia contalatista, ¿ja?

Y aquí es peor, pues ni siquiera contestan no: ¿ha entrado usted? como si hubiera entrado un perro. ¿Va usted a ver un establecimiento público? Vea usted qué caras, qué voz, qué expresiones, qué respuestas, qué grosería. Sea usted Grande de España; lleve usted un cigarro encendido.