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Los jóvenes argentinos que guiaban a la comitiva habían indicado varios lugares adecuados para el encuentro. Llegaban a ellos, y siempre les salían al paso transeúntes molestos, o veían próximas algunas casas que parecían vomitar niños y perros atraídos por la presencia de los automóviles. Un chófer, sin adivinar cuál era el propósito de los viajeros, había propuesto la excursión a Tijuca.

Y el chófer, como si después de tales palabras fuese imposible una equivocación, emprendió el camino de Tijuca. Ella tomó una mano del amante entre las suyas, y al recostarse en el asiento casi descansó la cabeza en su hombro. Mostrábase arrepentida de su escena en el buque pocas horas antes. Fernando conocía su carácter; debía perdonarla.

Unas veces empuñaba el volante, otras se mantenía al lado de su chófer, un indiazo de ojos feroces y sonrisa boba que manejaba el vehículo con una autoridad natural, como si el automovilismo datase de los tiempos de Moctezuma. Nunca he creído tanto en la fidelidad de los presentimientos como cierta noche que intenté negarme á acompañar al general en su paseo nocturno.

Los agarró del brazo para que no saltasen a tierra mientras el chófer evolucionaba penosamente en el estrecho camino dando la vuelta. El hermano quiso reunirse con sus amigos, como si en esta soledad pudiesen hacerle algún obsequio.

Si Taboada debía ser sagrado para aquellos hombres, ¿qué podían hacer con él? Miré repetidas veces hacia el lugar donde sabía que estaba la casa de Olga, pero no alcancé á verla, pues me la ocultaban los árboles. El general abandonó el volante, cambiando de sitio con su chófer. La habilidad de éste le inspiraba, sin duda, más confianza que su propia habilidad.

No es gran cosa, pero ¡qué diablo! un beso siempre resulta agradable. La gente ríe y palmotea, y la muchacha, mientras tanto, se aprovecha de esta situación para instalar á los viejos en el vehículo con todos sus paquetes. El chófer pone en movimiento su motor. Gracias, Madame dice lloriqueando Baucis, mientras Filemón articula gemidos de gratitud.

Además, señalaba al hermano, sentado a dos pasos de ellos, mostrándoles la espalda, mientras intentaba asombrar al chófer con su vasta erudición en marcas de automóviles. Pero Nélida levantó los hombros. ¡Lo que le importaba aquel tonto! ¡Ojalá arreglase Dios las cosas de modo que cayese del asiento y las ruedas lo convirtiesen en papilla!...

Dio un empujón al hermano. «Anda, zonzo; trépate en el automóvil al lado del chófer.» Y mientras el «zonzo» la obedecía, ella se sentó junto a su amante. Partió el vehículo a toda velocidad, sin que ninguno de ellos pudiese oír las recomendaciones que hacía la madre, incorporada en su asiento. Ojeda no sabía adónde ir, y consultó a Nélida. «A un sitio lindo», repitió ésta varias veces.

El sudamericano, habituado á las disputas de sus dos compañeros, se miraba las uñas negras con la melancólica desesperación de un profeta que contempla su patria en ruinas. Blanes, hijo de burgués, le admiraba por su origen. El día de la movilización había ido en París á inscribirse como voluntario montando un automóvil de cincuenta caballos. El y su chófer se alistaban juntos.