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Hallamos pocos transeuntes en nuestro tortuoso camino, y cuando llegamos a las murallas se oía todavía el tañido de las campanas que daban la bienvenida al Rey. Eran las seis y media y no había obscurecido aún. Mano al revólver me dijo Sarto al acercarnos a una puerta. Si el guarda se da por entendido hay que cerrarle la boca para siempre. Empuñé mi arma.

Era el cuadrillero del pueblo, que desenvainando un inmenso sable de caballería, se dispuso a cerrarle el paso, mientras que la gente que seguía al perro con palos, hoces y horquillas, le gritaba: ¡Mátale, Cachucha, mátale; está rabioso! El pobre animal miró a derecha e izquierda, buscando una salida salvadora.

El empleadillo tímido de ademanes recobraba su gallardía de hombre de combate. Su voz sonó ronca al seguir hablando. El iba adonde le llamaban, adonde quería ir, sin reconocer á nadie el derecho de mezclarse en sus actos. Era la duquesa la única que podía cerrarle la puerta de su casa. ¿Por qué intervenía el príncipe en los asuntos de aquella señora sin consultar antes su voluntad?

Así y con todo, fiel, honrado y trabajador como era y sirviendo donde servía, ningún padre de aquel lugar debía, en «josticia de ley», cerrarle la puerta de su casa. Pues había quien, si no la cerraba propiamente, tampoco se la abría de buena voluntad. Temas de los hombres.

Mi anciana madre acaba de morir; he querido estar hasta el último momento a su lado para cerrarle los ojos. ¡Ah! dijo Kernok. Después, volviéndose hacia su segundo: Arregla las cuentas a ese buen hijo. Y el segundo dijo dos palabras al oído de Zeli que se llevó a Lescoët a un rincón. Hijo mío le dijo agitando una cuerda larga y estrecha , tenemos un hueso que roer juntos.

El rio, como si quisiese cerrarle el paso á la invasion del mundo comercial hácia el corazon de la Europa, se divide, abajo de Basilea, en innumerables brazos, casi todos de muy difícil navegacion, que se juntan, se bifurcan y entrecruzan, formando un inmenso laberinto de islotes, unos desiertos y apénas medio asomando como playas, otros mas determinados y cubiertos de gramíneas, otros pantanosos y dislocados, y otros en fin revestidos de caprichosos bosquecillos de sauces que inclinan su pálido y triste follaje sobre las ondas lentas y vagarosas del rio, salpicadas de estacadas que indican los altos y bajos del lecho para mostrarle al navegante la vía que debe seguir.

Y puesto que para cerrarle los ojos la mala muchacha tiene que tirar su pañuelo al agua, eso prueba que el dormido no reposa en la orilla, sino en el fondo. Gertrudis oculta su rostro entre las manos y estalla en sollozos convulsivos; y, como Juan quiere continuar la lectura, le dice: ¡Basta! ¡basta! Gertrudis, ¿qué tienes? Ella le hace la seña de que la deje.